A cinco años de la principal crisis social y política desde el retorno a la democracia, mucho se ha escrito sobre el malestar allí expresado. Como en todo sistema complejo, y las sociedades lo son como el que más, este malestar responde a causas múltiples. Dentro de estas, creo que una que no puede ser soslayada es el estancamiento económico que venía manifestándose varios años antes de 2019. La falta de crecimiento económico frustró expectativas y acumuló malestar.

¿Cómo entender el malestar en un país que, desde el retorno a la democracia, alcanzó tanto los mejores indicadores económicos y sociales de la región como de su historia republicana? ¿En un país en el que, pese a una desigualdad de ingresos comparativamente alta, fue capaz de disminuirla como pocos desde 2000? ¿No hay una paradoja en todo esto? La pregunta hace pensar en Tocqueville, quien observó que la Revolución Francesa vino precedida de un período de bonanza económica y no de uno de depresión, como podría pensarse. Una variante de esta aparente paradoja es la planteada por el sociólogo James Davies (1962), quien señala que las revueltas son más probables allí donde un período de auge económico es sucedido por uno de estancamiento. Una tesis que calza con lo que pasó en Chile.

En los 90, nuestro ingreso per cápita creció a un notable 4,4% anual y, en la década siguiente, a un respetable 3,1%. Eran tiempos en que sistemáticamente crecíamos por sobre el resto del mundo. Sin embargo, a partir de 2013, Chile entra en una fase de claro estancamiento. En los cinco años previos a octubre de 2019, nuestro ingreso per cápita se expandió a un ritmo anual de apenas 0,8% y empezamos a crecer menos que el mundo. Alguien dirá que, pese a todo, no hubo un retroceso en los niveles de ingreso. Esto es factualmente correcto, pero un craso error de lectura respecto de sus implicancias.

Ocurre que el malestar no obedece tanto a determinado nivel de vida, sino a la frustración de expectativas. Las personas proyectan su futuro, sus emprendimientos o sus aspiraciones laborales en base al viento de cola con el que el país navegaba. Y cuando ese viento se acaba, como ocurrió en Chile, esas expectativas se ven frustradas y el malestar cunde. Sapelli y Órdenes (2024) muestran que, en el plano laboral, esta desafección fue especialmente patente en las generaciones más jóvenes, las que, en relación con las anteriores, vieron retroceder sus ingresos en los años previos a 2019.

El estancamiento económico tuvo una segunda consecuencia tan obvia como práctica: falta de recursos fiscales para financiar reformas sociales de suyo costosas. En las décadas de 1990 y 2000, los ingresos tributarios reales por habitante crecieron a una tasa anual de 5,7% y 5,6%, respectivamente. En contraste, en el quinquenio previo a 2019, pese a la senda reforma tributaria de 2014, esa tasa anual cayó a 2,6%, menos de la mitad de la registrada en el pasado.

Lo concreto es que la falta de crecimiento, esa palabra casi pecaminosa en medio de la efervescencia de 2019, parece ser una pieza fundamental para entender el malestar. Sin embargo, cinco años después nuestro crecimiento sigue estancado. Si entre 2013 y 2023 la economía se expandió a un magro 1,9% anual (0,6% per cápita), para la próxima década el Banco Central proyecta una tasa de 1,8%. Es decir, una prolongación de la mediocridad estructural en la que llevamos demasiado tiempo sumidos. Bajo este escenario el malestar arriesga seguir presente. Por eso es fundamental retomar el crecimiento.

Pero ese crecimiento no depende de la buena voluntad; del fatal voluntarismo. Urge pasar de las palabras a la acción. Hacer del crecimiento una prioridad país y, con ambición y mirada estratégica, ponernos a trabajar en un pacto de desarrollo cuya meta sea duplicar nuestra tasa de crecimiento estructural. Salir del cortoplacismo y trazar una hoja de ruta de futuro anclada en acuerdos básicos para tirar el carro del desarrollo económico y social.

Pero ello parece lejano en nuestro disfuncional sistema político, cuya creciente polarización y consecuente falta de acuerdos es garantía de seguir estancados. Por eso, como se ha repetido hasta la saciedad, la primera estación de esa hoja de ruta debiera ser la postergada reforma al sistema político, estableciendo reglas que faciliten la colaboración política, condición necesaria para buenos acuerdos.

Crecimiento y reformas sociales deben ir de la mano. El desarrollo supone ambas y esta debiera ser una de las enseñanzas de la crisis que se iniciara en 2019. Hay demandas sociales pendientes que no podemos olvidar, como si aquí nada hubiera pasado. Pero tampoco podemos hacernos trampa en el solitario: sin recuperar nuestra capacidad de crecer, no tendremos recursos suficientes y a la altura de esas demandas.

Al final del día, tomarse en serio la crisis reciente implica reconocer que sin crecimiento no hay progreso social.