Asegurar el derecho social a la educación supone, vaya obviedad, escuelas abiertas. Las escuelas deben ser concebidas como un servicio esencial para un derecho esencial. Si no somos capaces de asegurar ese piso básico, cuesta pensar que podamos garantizar el resto. Escuelas abiertas significa que nunca más podemos validar las tomas o prolongados paros de profesores, como el de Atacama (hasta donde sabemos, sin sanción alguna). Por muy legítimas que puedan ser las demandas, ello no da pábulo al uso de medios ilegítimos que coartan derechos básicos como el de la educación. Escuelas abiertas también significa que ningún niño pueda quedarse sin escuela porque no hay oferta disponible como hemos visto en el inicio de este año escolar. Para ese estudiante, la escuela está cerrada.
Si esta es la dimensión básica de lo que significa escuelas abiertas, quisiera plantear una segunda arista que bien podríamos empezar a evaluar como política pública: aprovechar la infraestructura ociosa de la escuela fuera del horario de clases. Llamemos a esto “escuelas bien abiertas”.
Se trata de utilizar las instalaciones de la escuela para actividades deportivas, culturales, científicas o de esparcimiento. Tanto luego de clases, como los fines de semana y también durante las vacaciones, para los padres y alumnos que así lo deseen. Por cierto, ello requeriría recursos para la escuelas y mejora de infraestructura, pero tendría consecuencias virtuosas. Desde ya sobre la formación de los alumnos, su salud mental y sus habilidades socioemocionales. Pero también sobre la economía, la seguridad y la generación de comunidades educativas más robustas. Veamos.
Desde la economía, que los estudiantes, particularmente los que están en básica, puedan permanecer hasta más tarde en su escuela, facilitaría un mejor calce con el horario laboral de los padres. Es lo que ocurre en otras latitudes y es una de las recomendaciones que hicimos en la comisión Marfán (2023). Se dice, con razón, que uno de los grandes beneficios de una política de sala cuna universal (ley aprobada en general esta semana en el Senado) es que facilitaría la participación laboral femenina. Siendo esto cierto, también lo es a nivel escolar. Hay que cerrar el círculo más allá de la sala cuna. Si un niño de 2 años no puede quedarse solo en su casa, lo mismo corre para un alumno de básica. Lo concreto es que la cantidad de niños en educación básica es casi tres veces mayor que la de menores de 2 años que irían a sala cuna.
Una política de “escuelas bien abiertas” sería particularmente pertinente en tiempos de mayor inseguridad y delincuencia. Por un lado, los recintos escolares proporcionan espacios seguros para los niños, otorgando mayor tranquilidad a los padres si es que pudieran permanecer después de clases realizando actividades deportivas, culturales o recreativas. A su vez, sobre todo en sectores más vulnerables, estas actividades, disminuyen el riesgo de que jóvenes puedan ser tentados por el narco y la delincuencia. Una experiencia valiosa en esta dirección es la de la Fundación Kiri (www.fundacionkiri.cl). Allí, a través de talleres de deportivos, científicos y culturales luego de clases, se generan espacios seguros donde, además, los estudiantes desarrollan habilidades sociales y emocionales.
Las “escuelas bien abiertas” podrían estarlo durante los fines de semana y también en las vacaciones escolares. ¿Por qué esa infraestructura y capacidad ociosa no podría ser aprovechada por las familias? Por ejemplo, para actividades deportivas, comunitarias o celebraciones familiares como cumpleaños o matrimonios. Ello no solo repercutiría en un uso más eficiente de la capacidad instalada, sino que tiene el valor de acercar a las familias a las escuelas, facilitando su involucramiento y robusteciendo a las comunidades educativas. Que las familias se involucren con sus escuelas, que tengan un sentido de pertenencia es, a su vez, fundamental para mejoras en la calidad de la educación.
Por supuesto, una política de “escuelas bien abiertas” tendría un costo importante que debiera ser abordado en base a pilotos y gradualmente. Desde ya, porque, las escuelas deberían contratar monitores y personal a cargo de los estudiantes que se queden después de clases y durante las vacaciones. Sin contar inversiones en infraestructura y, considerando una persona a media jornada por cada 30 estudiantes y una tasa de uso de 50%, esto podría significar unos US$300 millones anuales (US$200 millones en básica y US$100 millones en media). Con todo, existen buenas razones para pensar que el beneficio superaría con creces el costo. En lo económico y en lo social.