Chile está en medio de un libro abierto de historia. En un capítulo de crisis política. Desde 2019 hay una constante: alta incertidumbre y una gobernabilidad trabada. Esto nos seguirá pasando la cuenta si no reaccionamos. Nos condenará a la mediocridad de la trampa de los países de ingreso medio. Cerrar bien y de una vez por todas el proceso constitucional contribuiría a despejar incertidumbres y salir de la trampa. A dar vuelta la página y mirar a futuro. Ello exigirá altura de miras y auténtico sentido republicano de parte de los consejeros que elegiremos hoy.

Hay quienes piensan que el resultado del 4S hace innecesario el proceso constitucional. Después de todo, se argumenta, el péndulo se moderó. A mi juicio, esa mirada carece de realismo y es una receta para mantener la incertidumbre. Dejar abierto el capítulo constitucional sería un manjar para sectores radicales que lo reflotarán, una y otra vez, esperando que el péndulo vuela a extremarse a su favor. Porque seamos claros: nada garantiza que la mayor moderación del 4S sea estable. Basta recordar dónde estaba el péndulo hace dos años. Por lo mismo, ¿no tenemos acaso la oportunidad de traducir esa mayor moderación actual en reglas constitucionales razonables para las próximas décadas?

El trabajo de una Comisión de Expertos transversal, las bases constitucionales y la elección de consejeros constitucionales con las reglas del Senado, abren una oportunidad de concordar un texto razonable, sin los excesos ni el maximalismo del rechazado el 4S. De tener una Constitución aburrida, sin fuegos de artificio, que es lo propio de las que más admiramos. Una anclada en reglas y principios generales (más fáciles de acordar que las causas particulares o identitarias), que resguarden derechos, libertades fundamentales y definan cómo se organiza el poder político, dejando que la política pública la determine el debate democrático a través de la ley. Una Constitución más bien mínima para una democracia máxima.

Este nuevo capítulo constitucional es, además, una oportunidad para abordar nuestro gran problema estructural: un sistema político disfuncional. Porque si la política no funciona, tampoco se puede avanzar en buenas políticas públicas. Como señalé hace un año en otra columna, tenemos un sistema bloqueado porque sus reglas no generan incentivos por acuerdos, sino lo contrario. Los chilenos claman por acuerdos y con razón: las reformas estructurales solo son posibles con grandes acuerdos. Y nuestra incapacidad de avanzar nos ha pasado la cuenta, tanto en lo económico (¡llevamos 10 años estancados!), como en lo social.

Parte central del problema está en un sistema electoral que no conversa con nuestro régimen presidencial: excesivamente proporcional, sin umbrales mínimos para ser parlamentario o para la existencia de partidos y sin incentivos a la disciplina partidaria. Esto deriva en alta fragmentación y discolaje, lo que inhibe los acuerdos. ¿Resultado? Un severo problema de gobernabilidad. Los diferentes gobiernos tienen escasas posibilidades de llevar a cabo, siquiera parcialmente, su programa de gobierno. Y cuando eso pasa, cunde la frustración de expectativas y el malestar ciudadano.

Hace un año este era un anatema: “la llevaban” los independientes. Afortunadamente hoy existe consenso sobre la urgencia de abordar nuestra disfuncionalidad política. Así, la Comisión de Expertos ha avanzado propuestas que incentivan a que haya menos partidos y con menos díscolos. Sobre esa base, la labor de los consejeros constitucionales otorga una oportunidad para lograr cambiar las cosas. ¿Por qué? Porque estos cambios difícilmente ocurrirán entre congresistas incumbentes, con escasos incentivos a modificarse a sí mismos las reglas electorales que los sostienen a ellos y a sus partidos.

Es imperativo cerrar bien el proceso constitucional, acotar incertidumbres y avanzar cambios en el sistema político que nos den gobernabilidad futura. Pero hay riesgos.

El primero, que incluso un buen texto se rechace en el plebiscito de salida. Por un lado, habrá quienes trabajarán para eso, desde las posturas más duras de izquierda y de derecha. Por otro, una ciudadanía más desencantada con este proceso. Más preocupada, y con razón, de la seguridad o la economía, y que mira con desdén a una política bloqueada, incapaz de procesar esas y otras prioridades. El segundo riesgo es un resultado electoral tal que le permita a sectores tentarse con “pasar máquina”, esperando plasmar su programa político en la constitución. Un error simétrico al del fracasado proceso anterior. Tal escenario exigirá grandeza y verdadero sentido republicano a los sectores moderados de centro-derecha y centro-izquierda para tejer necesarios acuerdos. Acuerdos a la altura del libro de historia en el que estamos.