Al hablar de crecimiento económico, solemos prestar poca atención al funcionamiento del sistema político. Sin embargo, como he argumentado antes, es un elemento crucial. ¿Por qué? Porque el crecimiento no cae del cielo, ni depende de la buena voluntad. El crecimiento requiere de incentivos. A la inversión, a la productividad, a la innovación o al emprendimiento. Y esos incentivos se derivan de políticas públicas que son mediadas por el sistema político. Un sistema político disfuncional, bloqueado e incapaz de lograr acuerdos, es también un sistema incapaz de avanzar en buenas políticas públicas que provean esos incentivos. En mi opinión, este es el problema medular de Chile.

Luego del retorno a la democracia y después de dos décadas de alto crecimiento, Chile se estancó. En la última década, bajo gobiernos de distinto signo, el crecimiento del PIB per cápita ha sido apenas del 0,6% anual, comparado con el 4,5% en la de 1990 y el 3,2% en la de 2000. Llevamos una década perdida en la que el ingreso promedio por habitante apenas ha subido. Esto es fuente de malestar y de frustración. Las personas proyectan su futuro en base al viento de cola con el que veníamos. Y cuando ese viento se acaba, las expectativas se ven desafectadas y el malestar cunde. ¿Suena conocido?

Soy un convencido que buena parte de este estancamiento obedece a nuestro disfuncional sistema político. Un sistema político bloqueado y cada vez más polarizado que se expresa en su incapacidad para acordar reformas económicas y sociales que tiren el carro del desarrollo y tengan mirada de futuro. Ello genera un problema de gobernabilidad, malestar ciudadano y desafección con la política. Digámoslo con claridad: sin grandes acuerdos entre fuerzas políticas que compiten no habrá grandes reformas. Y sin reformas el anhelado desarrollo económico y social será esquivo.

No es casualidad que el periodo de mayor progreso económico y social de nuestra historia haya sido el de los primeros 20 años luego del retorno a la democracia. El de la ninguneada “democracia de los acuerdos”. Un periodo marcado por consensos en torno a grandes reformas que le cambiaron la cara a Chile. Es fundamental volver a ese clima de entendimiento.

Pero ese ambiente de mayor cooperación y acuerdos no se produce espontáneamente. Requiere reglas que incentiven tales comportamientos. Pero ocurre que los incentivos detrás de las reglas de nuestro sistema político van precisamente en la dirección opuesta. Dos son las razones fundamentales.

En primer lugar, la excesiva fragmentación política, con más de 20 partidos en el congreso. Es de sentido común que es difícil llegar a acuerdos con tantos actores involucrados. En segundo lugar, la falta de disciplina partidaria, problema común a todos los partidos. Y es que un acuerdo con un partido es letra muerta si sus díscolos parlamentarios deciden desconocerlo en el matinal de turno. Todo esto resulta en políticos cortoplacistas y preocupados por su popularidad instantánea, en lugar de trabajar colectivamente con una visión compartida de reformas a largo plazo

El sistema electoral es una herramienta fundamental para abordar estos desafíos y modificar los incentivos de los actores políticos. El problema es que es poco probable que cambios a ese nivel surjan desde el Congreso, ya que los legisladores son juez y parte y difícilmente cambiarán las reglas electorales que arriesgan su reelección o la supervivencia de sus partidos. Por eso, la Constitución es una oportunidad para hacer estos cambios.

Sin embargo, para la fallida Convención de 2022, esto fue anatema. Peor aún, como mostré en otra columna, la rechazada propuesta constitucional exacerbaba el problema de gobernabilidad y de fragmentación.

Por el contrario, uno de los aspectos valiosos, tanto del trabajo de los expertos como del texto constitucional que se votará en diciembre, es la importancia asignada a los problemas del sistema político y a sus vías de solución. Para atacar la fragmentación se establece un umbral del 5% de los votos a nivel nacional para que un partido tenga representación parlamentaria. Es cierto que este cambio regirá a plenitud en la elección subsiguiente, pero también que, en la transición, una fórmula intermedia de fusión de partidos ya inicia el avance en la dirección correcta. También se propone disminuir el número de escaños por distrito y, en materia de disciplina partidaria, la pérdida del escaño del parlamentario que renuncie a su partido.

El 17 de diciembre la ciudadanía decidirá si habilita o no este cambio para empezar a resolver los problemas de nuestro disfuncional y bloqueado sistema político. Lo concreto es que, sin modificaciones en ese plano, es difícil esperar resultados distintos a nivel de los acuerdos y reformas que Chile requiere para salir de un estancamiento que ya se arrastra por demasiados años.