Columna de Ignacio Briones: Ordenar las cuentas de la casa
“Nada de esto depende de la mera voluntad. De ahí la necesidad de un pacto presupuestario que lo haga viable. De lo contrario, a la hora de congelar el presupuesto y de reducir tal o cual programa o partida, el mundo político, como siempre, pondrá el grito en el cielo, arriesgando a que quedemos en poco y nada.Cuando no hay plata y se vive más allá de las posibilidades, los hogares sinceran su gasto, lo optimizan y redefinen prioridades. El Estado debe hacer lo propio. Después de todo, son los hogares quienes lo financian. Y también quienes asumirán las deudas y el costo de no ordenar las cuentas de la casa”.
En sus orígenes en la antigua Grecia, la palabra economía, que surge de la combinación de oîkos (casa) y nomía (administración), se refería a la administración del hogar. Nada ejemplifica mejor este concepto que el presupuesto familiar. Los hogares entienden que deben equilibrar su gasto con sus ingresos reales, no con imaginarios. También que deben ajustar sus prioridades de gasto, así como ahorrar los ingresos extraordinarios en lugar de consumirlos como si fueran permanentes. Máximas que valen también para el Fisco, financiado por esos mismos hogares. Solía ser el caso, pero la salud de nuestras finanzas públicas se ha ido deteriorando. Aún estamos a tiempo de ordenar la casa, y es fundamental que lo hagamos.
Desde 2001, el ancla de nuestra política fiscal ha sido la regla de balance estructural. La idea es tan simple como sana: no gastar en función de ingresos corrientes, sino de ingresos corregidos por el ciclo económico y el del cobre (hoy también parcialmente por el del litio). A gastos permanentes, ingresos permanentes. Y en ciclos de bonanza ahorrar para periodos de estrechez y viceversa, asegurando así un bajo endeudamiento neto.
Esta regla se ha ido deteriorando en la última década. Si entre 2001 y 2013 (excluida la crisis de 2009), tuvimos un superávit estructural anual promedio de 0,4% del PIB, entre 2014 y 2024 -excluida la pandemia- pasamos a un déficit de 1,3%, acumulando US$ 35.000 millones de exceso de gasto respecto a una situación de balance estructural. Como resultado (no exclusivo) la deuda neta -que es la que importa- creció en 16% del PIB.
Las extraordinarias desviaciones de la regla en 2023 y 2024 han puesto una necesaria señal de alerta sobre un problema que, sin mediar crisis, se agudizó. En efecto, el déficit estructural de 2023 fue de 2,7% del PIB, 0,6 puntos porcentuales más que lo presupuestado y, en 2024, de 3,2% del PIB, 1,3 puntos peor que la meta del gobierno.
Detrás de nuestra declinante trayectoria fiscal hay dos problemas. Primero, que todos los gobiernos hemos ido relajando las metas. Lo que comenzó como una regla para lograr superávit estructural, con el tiempo ha normalizado el déficit. En parte porque, políticamente, el presupuesto siempre “debe” crecer y porque el gasto tiende a ser inflexible a la baja. El segundo problema es la sobreestimación de ingresos fiscales. Lo ocurrido en 2024, con ingresos proyectados 6% por sobre lo efectivo, es elocuente. Un problema que probablemente se repita en 2025, considerando que se proyectó un crecimiento real de ingresos ¡superior al 8%!
Es fundamental volver a equilibrar las cuentas y recuperar el anclaje fiscal. Para ello, no hay otra vía que ajustar la discusión presupuestaria a la realidad que tenemos y no a la que imaginamos, incluyendo proyecciones de ingresos más conservadoras.
Fácil decirlo, pero nada simple de lograr desde la economía política. Y es que, si el déficit estructural en 2025 probablemente ronde un 2% del PIB, converger al balance estructural en los siguientes cuatro años pasa por un crecimiento virtualmente nulo del presupuesto en términos reales. Pero, ¿recuerda alguna discusión presupuestaria que no haya girado en torno a cuánto sube el presupuesto?
Por eso, ordenar la casa requiere un compromiso político a través de un pacto presupuestario plurianual. Difícil pero no imposible. El acuerdo Covid de 2020 es un antecedente: la política acordó sendos gastos excepcionales durante la pandemia, pero también su retiro a partir de 2022, lo que respetó en la discusión presupuestaria en el Congreso.
Si el presupuesto debe congelarse en términos reales entre 2026 y 2029, ¿cómo generar espacio para áreas prioritarias?
El pacto presupuestario debe entender que la única vía es repriorizar y eficientar el gasto. Para ello, es clave retomar el enfoque de presupuesto en base cero, rompiendo la inercia histórica y otorgando flexibilidad de facto para reducir el gasto en áreas menos prioritarias, tal como hacen los hogares. En lo inmediato, esto debe incluir, entre otras medidas, congelar nuevas contrataciones, reducir horas extras y viáticos, y reasignar fondos desde programas atomizados (el 60% por menos de US$ 5 millones). En lo estructural, como hemos insistido en columnas previas, la eficiencia y mejor gestión requieren un nuevo estatuto administrativo, con evaluaciones reales y desvinculaciones por mal desempeño.
Nada de esto depende de la mera voluntad. De ahí la necesidad de un pacto presupuestario que lo haga viable. De lo contrario, a la hora de congelar el presupuesto y de reducir tal o cual programa o partida, el mundo político, como siempre, pondrá el grito en el cielo, arriesgando a que quedemos en poco y nada.
Cuando no hay plata y se vive más allá de las posibilidades, los hogares sinceran su gasto, lo optimizan y redefinen prioridades. El Estado debe hacer lo propio. Después de todo, son los hogares quienes lo financian. Y también quienes asumirán las deudas y el costo de no ordenar las cuentas de la casa.
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