Un prometedor consenso reciente es que nuestro ecosistema de permisos es un freno para la inversión y necesita ser corregido con urgencia. Vaya obviedad, dirá usted. Pero demasiadas veces lo obvio no es lo más compartido ni prioritario. La iniciativa legal del gobierno actual para simplificar y hacer más eficientes los permisos sectoriales tiene gran importancia. A pesar de las críticas sobre su alcance, su mayor valor es que institucionaliza un consenso sobre una prioridad nacional y bajo un criterio medular: eficientar permisos y trámites. Este consenso es una condición necesaria para el verdadero desafío que sigue: transformar esa prioridad en una política de Estado que acelere el proceso y profundice su alcance en los próximos años.

Nuestro ecosistema de permisos actual es engorroso, a menudo incierto y con plazos muy extensos, lo que lo convierte en un verdadero impuesto indirecto a la inversión. En la Comisión Marfán documentamos que, en promedio, los permisos tardan 6,6 años en grandes proyectos de inversión. Una locura. Acortar este plazo en un tercio equivaldría a una reducción de 3,7 puntos porcentuales en el impuesto corporativo, y reducirlo a la mitad, 5,6 puntos. Todo esto tendría efectos positivos en inversión y crecimiento. Por ejemplo, reducir los tiempos en un 50% aumentaría el crecimiento anual en un 0,4% en los próximos 10 años.

Por si fuera poco, en el contexto de la transición energética global y la lucha contra el cambio climático, Chile tiene una oportunidad histórica de desarrollo en minería, recursos naturales y energías renovables. Para no desaprovechar esa oportunidad y acelerar las millonarias inversiones requeridas, es indispensable destrabar el ecosistema de permisos.

Algunos creen que un sistema de permisos más simple y expedito es incompatible con un estándar exigente de protección ambiental o comunitaria. Pero eso es un error. Definir un estándar es una cosa y cómo alcanzarlo es otra. De hecho, un sistema más simple podría facilitar el cumplimiento y la fiscalización del estándar definido. Por eso, el principio rector debe ser uno de eficiencia: establecido un estándar de permisos, el objetivo debe ser cumplirlo al menor costo. Y es deber del Estado facilitar este proceso y cumplimiento en lugar de entorpecerlo.

Este principio básico es el que debe guiar la política estatal de permisos en los próximos años. No solo en permisos sectoriales, sino también en permisos ambientales y otros cuellos de botella en el Consejo de Monumentos Nacionales y en concesiones marítimas. No hay razón conceptual ni práctica para que la evaluación ex ante sobre el cumplimiento de un estándar se realice mediante un proceso engorroso, largo e incierto.

Basada en el principio de eficiencia, la política estatal debe ser ambiciosa y tener metas exigentes para acelerar la simplificación y reducción de plazos. ¿Por qué no apuntar a reducir los tiempos de tramitación a la mitad en los próximos cuatro años? ¿O profundizar el criterio de regulación basada en riesgo, donde la carga regulatoria y la tramitación sean significativamente menores para proyectos de bajo riesgo en sus impactos? ¿Por qué no tener verdaderos fast tracks en sectores prioritarios? ¿Por qué no aspirar a funcionarios públicos concebidos como ejecutivos de proyectos, cuya función explícita sea guiar y facilitar el cumplimiento de los permisos para la materialización de las inversiones?

Nada de esto es simple ni inmediato. Supone gestión, capacidades, cambio de procesos y de la cultura en un Estado rígido y con escasos incentivos. Pero, ante todo, supone voluntad y ambición, atributos sin los cuales ningún cambio de fondo es posible. Por eso, la política de Estado de permisos debe ser, ante todo, ambiciosa. Debe ir con todo.

Finalmente, es clave que esta política tenga una institucionalidad permanente, autónoma y de alta credibilidad, que evalúe y proponga reformas continuas. Creo que esa institucionalidad podría radicarse en el Consejo Nacional de Evaluación y Productividad, con un mandato explícito y los recursos correspondientes. Primero, porque un mejor ecosistema de permisos es productividad a la vena. Segundo, porque es la institución que, desde 2019, ha identificado trabas y vericuetos de los distintos permisos. Tercero, porque goza de un prestigio y credibilidad transversales que facilitarían la tramitación de las reformas que proponga. Pero hay un segundo actor central: el Ministerio de Hacienda, que dispone del garrote y la zanahoria presupuestaria para que las mejoras de gestión y procesos internos sucedan.

Como ha ocurrido antes con otras políticas, Chile tiene hoy la posibilidad y el deber de institucionalizar el consenso sobre lo gravoso de nuestro sistema de permisos, transformándolo en una política de Estado permanente y ambiciosa. Ganaríamos en inversión, crecimiento y una mirada de futuro compartida. Vaya que no es poco.