La transición energética global para hacer frente al cambio climático es una de las mayores transformaciones económicas desde la revolución industrial. En medio de esta transformación, Chile está tocado por la fortuna. Somos ricos en los recursos naturales indispensables para apalancar dicha transición. Ello ofrece una oportunidad histórica para desarrollar más y mejor minería, ser un actor clave en el mayor desafío de la humanidad y generar insospechadas oportunidades de riqueza para nuestro país. Esto requiere de un renovado pacto de desarrollo con una mirada estratégica de largo plazo. Uno que reconozca la oportunidad y que, estableciendo elevados estándares medioambientales y de protección de comunidades, se ancle en reglas claras, predecibles y con plazos expeditos de tramitación, de forma tal de incentivar las millonarias inversiones que son necesarias.

El emblemático caso de Dominga revela debilidades institucionales que urge abordar. ¿Es razonable que, luego de 10 años, un proyecto de US$2.500 millones que cumplió con la regulación ambiental que le fue exigida siga en el limbo producto de decisiones político programáticas? No lo es. Lo que sucede, dicen algunos, es que la regulación medioambiental no es suficientemente exigente. Pero, en tal caso, debiéramos discutir cómo robustecer esa regulación, en lugar de eternizar la aprobación de proyectos e introducir incertidumbre regulatoria.

Pero más allá de este caso, lo concreto es que nuestro marco regulatorio es complejo y sus plazos de tramitación extremadamente extensos. De acuerdo con la Comisión Nacional de Productividad (2019), la “permisología” de un proyecto minero supera los 10 años, más de 2,5 veces el plazo normativo, antes de iniciar la operación. Ello dilata sobremanera el inicio de las inversiones y tiene un elevado costo que las desincentiva. Para un proyecto minero tipo, estimo que un año adicional de tramitación es económicamente equivalente a aumentarle la tasa de impuesto corporativo en cerca de 2 puntos. En simple, 10 años de tramitación en lugar de, digamos 5 años, equivale a gravar al proyecto con un impuesto adicional de 10%. A su vez, de acortarse el plazo a la mitad, estimo que por cada US$1.000 millones de inversión, el Fisco obtendría unos US$320 millones de mayor recaudación en valor presente.

En este sentido, son bienvenidos los anuncios de la agenda de productividad del gobierno. Allí se plantea “reducir sustantivamente los tiempos de tramitación, lograr un mejor equilibrio entre carga regulatoria y riesgo, y una mayor eficiencia y previsibilidad en los procedimientos de evaluación”. Sin duda, una agenda que solo cabe apoyar, pero que debiera ser entendida como una pieza de algo mucho más grande y hoy ausente: un necesario pacto de desarrollo con visión de largo plazo.

Un pacto de desarrollo capaz de reivindicar la importancia de nuestros recursos naturales de cara a la transformación energética que vive el mundo y para la cual somos indispensables. Ello pasa, en primer lugar, por dejar atrás el discurso simplista del “extractivismo” y del “valor agregado”. Por entender que extraer cobre a cientos de metros de profundidad y con tecnología de clase mundial agrega enorme valor (sin eso, ese mineral vale cero). O que la postergación de proyectos de extracción de litio destruye valor. Por entender que necesitamos más y mejor minería, más sustentable, no menos. Por desterrar la lógica maniquea entre quienes creen que la protección del medioambiente solo puede hacerse inhibiendo la inversión y aquellos que subordinan la indispensable protección ambiental al crecimiento económico. Es posible tener altos estándares ambientales y, a la vez, un marco regulatorio pro inversión. Es la fórmula de países como Nueva Zelandia, los nórdicos o Canadá. Y es a lo que Chile debiera aspirar.

En diciembre pasado Canadá lanzó una ambiciosa “Estrategia Nacional de minerales Críticos”, entre los que se incluyen el cobre y el litio. ¿Su visión estratégica? Ser protagonistas de la transición energética acelerando el desarrollo de su minería y reconociendo el enorme potencial de desarrollo que esta ofrece. Una mirada de largo plazo que incluye la facilitación regulatoria y el acortamiento de permisos al alero de estándares medioambientales y comunitarios elevados. Chile debería seguir este ejemplo a través de un renovado pacto de desarrollo con mirada larga y ambiciosa. Y es que la miopía en esta materia solo puede hacerse al costo de desaprovechar una oportunidad histórica.