La modernización del Estado ha sido un tema permanente de la agenda por décadas y, si bien ha habido avances, ellos no han ido al ritmo de los desafíos que enfrenta la gestión del Estado. Hoy me voy a referir a dos áreas en los que problemas de normas y gestión están afectando el buen funcionamiento de nuestra sociedad: economía y seguridad.
Los múltiples trámites y permisos que paralizan y demoran inversiones han estado en el foco del debate público en los últimos años. Algunos de ellos son avances en la protección del medio ambiente y de las comunidades locales, resultado de la modernización. Pero, en la práctica, muchos de ellos se han convertido en obstáculos que traban innecesariamente el progreso. El proyecto sobre “permisología” que está en el Congreso busca sistematizar y simplificar los permisos sectoriales, homogeneizando procesos, facilitando la aplicación del silencio administrativo y sentando procedimientos para una mejora continua en esta materia. Es una iniciativa valiosa, que ha encontrado buena acogida, y ojalá sea tramitada con rapidez. Sin embargo, este proyecto sólo cubre los permisos sectoriales, y la propuesta legislativa paralela para modificar el sistema de permisos ambientales ha generado bastantes dudas y críticas.
Pero no basta con nuevas leyes: hay que mejorar la gestión. Estos días hemos visto reclamos porque un servicio del Estado ha excedido con creces el plazo fijado en la ley para pronunciarse sobre un permiso en un proyecto de energías renovables. ¿Para qué sirve la ley entonces? La respuesta estándar es la falta de recursos, pero en mi experiencia, eso normalmente es un problema de prioridades, algo que es responsabilidad de autoridades, o bien de falta de control, donde la Contraloría tiene un rol cuando se infringe la ley. El incumplimiento de la ley no se puede “normalizar”, porque eso golpea también en otros ámbitos.
Una dimensión insustituible de la acción del Estado es el resguardo del estado de derecho, lo que, entre otras cosas, comprende la seguridad pública. Aquí se advierten falencias que se arrastran por mucho tiempo, tanto en el combate contra el crimen organizado como contra los grupos violentistas que operan en el sur del país.
Es cierto que hay algunos avances, en particular en la revalorización del rol de las policías. Desgraciadamente ello ha sido en respuesta a pérdidas de vidas y patrimonio de muchas víctimas inocentes, incluido personal de las fuerzas de orden y seguridad.
Proyectos de ley como el que fija reglas para el uso de la fuerza y la ley antiterrorismo van a ayudar a que el Estado avance en este plano, pero están lejos de ser una solución a esta crisis. Hay que hacer cambios profundos en la gestión, lo que requiere de voluntad, respaldo político y profesionalismo.
De hecho, ante el cambio de clima en la opinión pública, en los últimos años hemos visto progresos, con algunos operativos bien planificados y medios adecuados, que han terminado con dirigentes de grupos violentistas encarcelados, enjuiciados y condenados, así como redadas focalizadas en bandas criminales, sin necesidad de nuevas leyes.
Sin embargo, esto contrasta con lo que vimos el domingo pasado, con 3 carabineros asesinados, portando armas livianas y, presumiblemente, sin procedimientos adecuados a la realidad de una emboscada de criminales bien armados y organizados. Este evento sigue a otros que muestran una “profesionalización” creciente de la violencia criminal. No podemos seguir corriendo detrás de la pelota, usando revólveres para enfrentar a grupos armados con fusiles de guerra, cuando estamos “ad portas” de que los grupos violentistas den el siguiente paso incorporando las nuevas tecnologías hoy en uso en otras zonas de conflicto.
El Estado, incluyendo todos sus poderes, debe hacerse cargo de este problema y reconocer que estamos frente a un ataque al estado de derecho y la convivencia social, lo que requiere actuar en consecuencia. Hemos visto otros países donde eso no ocurrió y sabemos que cuando no se reacciona a tiempo y con eficacia, surgen los grupos paramilitares y el resguardo de la seguridad se “privatiza”. Al final, lo que está en juego es la preservación del estado de derecho y de la vida en una sociedad civilizada.