Independiente del resultado de este domingo, es muy probable que continúe el fuerte deterioro y crispación que la política chilena viene experimentando durante ya casi una década. La cancelación del que piensa distinto ha matado el diálogo, y si no queremos caer en conflictos de consecuencias inimaginables, esto debe terminar.
Entré a la universidad en 1971, cuando las profundas divisiones ideológicas llevaron al fin del diálogo y derivaron en conflictos violentos, tanto en la propia universidad como en el país. Recuerdo que, a mediados de 1973, en medio del caos económico y el conflicto social, se llegó a pensar en la posibilidad de una guerra civil. De allí pasamos al golpe y a la dictadura. Fueron 20 años muy dolorosos y frustrantes para mi generación. No me gustaría pasar por algo parecido nuevamente, y mucho menos que mis hijos y nietos tengan que sufrir sus consecuencias.
Las generaciones que vivimos el derrumbe de la democracia chilena quedamos marcadas por ello y quienes lideraron la renovación de la política hicieron un esfuerzo extraordinario de generosidad y apertura para reconstruir lazos, reconocer errores y generar confianzas entre quienes nos habíamos enfrentado en los 70. La conversación y el diálogo fueron esenciales para ello. El resultado fue la recuperación de la democracia y un período de progreso compartido sin precedentes en la historia de Chile.
En los 70 la principal brecha que dividía a los chilenos era la ideología. Hoy es más complejo identificar la raíz de la división: las encuestas no muestran diferencias ideológicas tan marcadas a nivel de la población. Pero ellas dan una pista: desde hace años se aprecian divergencias de valores y aspiraciones entre generaciones. Esto se ha reflejado en las últimas elecciones y también en las encuestas sobre intención de voto en el plebiscito de este domingo.
Esto es un problema grave, porque no podemos prescindir ni cancelar generaciones: Una sociedad sana se hace cargo de las aspiraciones y temores tanto de los jóvenes como de los mayores. Para ello se necesita diálogo y voluntad para escuchar con disposición de aprender del otro.
Mi impresión es que parte del problema es una cierta arrogancia. De los mayores, por su experiencia y porque valoran mucho el progreso logrado en estas últimas décadas, después de haber crecido en una sociedad mucho más pobre, segmentada e intolerante a la diversidad. Y de los jóvenes, por la sensación de que las transacciones en el ejercicio del poder corrompieron a los mayores, impidiendo avances en múltiples temas, como el cuidado de la naturaleza, la reducción de desigualdades y los abusos de poder.
Lo normal sería que el sistema político fuera integrando a las generaciones jóvenes y entrenándolas en el ejercicio del poder, al tiempo de incorporar sus preocupaciones en las políticas públicas. Eso debió haber pasado antes, pero no pasó, y nos hemos encontrado de pronto con que los jóvenes están al mando de las principales instituciones del país, impulsando una ambiciosa agenda de reformas, pero sin una clara conciencia de las limitaciones de todo tipo que enfrenta el ejercicio del poder en una sociedad democrática.
El costo de la ausencia de diálogo entre generaciones lo estamos viendo todos los días: autoridades sin experiencia que cometen errores evitables o iniciativas legales -como la anulación de la Ley de Pesca- que dejan vacíos en vez de solucionar problemas. Por otro lado, vemos temores paralizantes entre los mayores, especialmente en familias de ingresos medios, que sienten peligrar sus ahorros para la vejez o la posibilidad de perder el acceso a salud. Cuando no hay diálogo, todas las promesas de cambio se perciben como amenazas.
A nivel de la sociedad, es imprescindible el diálogo entre generaciones, al interior de los partidos políticos, y también entre partidos. En la sociedad civil, este diálogo se debería dar con mayor fuerza en los establecimientos educacionales y, muy especialmente, en las universidades e institutos profesionales. Es allí donde se produce naturalmente la interacción entre la experiencia y conocimiento de los mayores con las inquietudes de los jóvenes. Este diálogo se debe dar primero que nada en las salas de clases. Eso posiblemente requiera dar una nueva mirada a lo que se enseña y cómo se enseña.