Cuando las sociedades se fragmentan y polarizan - y las narrativas comunes se diluyen y los acuerdos se traban-, suelen caer cautivas de relatos interesados, nostálgicos y parciales, que prenden a río revuelto, a menudo contradictorios con la evidencia más decantada sobre, por ejemplo, las causas del progreso.
Es lo que nos está pasando. La Convención Constitucional exacerbó el tema -real- del abuso, pero falló en proveer la gobernabilidad que posibilitara los acuerdos para ponerle fin. De paso, regresó al mito nostálgico de una estrategia de desarrollo más basada en las decisiones del Estado y desconfiada de la iniciativa privada. Esto, a pesar de que ya hace algunas décadas se impuso en el mundo el modelo de iniciativa privada, libre mercado y protección de la propiedad, como la mejor vía para lograr la prosperidad.
Tras el enorme vuelco de la opinión ciudadana, hoy corremos el riesgo inverso: un nuevo mito, esta vez nostálgico de la seguridad, el orden y el individualismo. Así como ciertos los abusos antes reclamados, lo son las enormes fallas en el control de la delincuencia, hoy en la retina pública. Pero no construiremos un país próspero con relatos que exacerben sólo una dimensión de nuestros problemas. Lo que necesitamos es una nueva estructura institucional que, primero, proporcione un régimen político electoral que nos permita ponernos de acuerdo y así, precisamente, resolver estos problemas y evitar el péndulo de las promesas de ocasión. Y, segundo, posibilitar un modelo de desarrollo que, junto a estimular la iniciativa privada y su seguridad, mitigue la tendencia concentradora y excluyente que tiene el capitalismo librado sólo al mercado. Eso lo saben los países avanzados que, bastante antes del colapso de la Unión Soviética, desarrollaron el Estado de bienestar, que resultaría clave para su posterior imposición sobre los socialismos estatistas.
La nueva propuesta constitucional deja coja esta segunda dimensión. Dinamismo privado y protección social constituyen un todo indisoluble; si uno falla, el sistema se hace inviable.
Pero aún podemos construir una solución. Veamos.
Despejada la incertidumbre sobre la iniciativa privada, el problema se traslada a la suficiencia del Estado social. Se argumenta por la actual mayoría que, además, se debe establecer la libertad de elegir el sistema de salud, la propiedad de los ahorros previsionales y el financiamiento estatal para la educación particular subvencionada, a fin de materializar la libertad de elección de los padres. Aunque todos estos temas debieran ser materia de ley, supongamos, para fines analíticos, que concedemos esas premisas.
Lo que es intrínseco al Estado social, sin embargo, es el acceso universal e indiscriminado a esos bienes sociales, indispensables para emprender un proyecto de vida autónomo. De lo contrario prevalecerá la tendencia concentradora de un capitalismo sin redistribución. Aterricemos. En salud se habla de un plan universal. Pero dicho plan debe ser completo en términos de las prestaciones que ofrece, lo que deja por resolver su financiamiento. Si este se confina a impuestos generales para quienes su cotización no alcanza a cubrir el costo del plan, la salud continuará incompleta y segregada. Esto, porque nuestra carga tributaria directa es demasiado baja y, luego, el plan universal no tendría características de suficiencia. Basta mirar el financiamiento de este derecho en los países desarrollados para advertir que, virtualmente todos, recurren a solidarizar las cotizaciones. Bajo esas condiciones, pero sólo bajo ellas, la libre elección no debiera ser un problema.
Extendiendo este razonamiento a la previsión, una cosa es la propiedad privada de los fondos acumulados en las cuentas individuales y otra, muy distinta, es que los flujos de cotizaciones vayan enteramente a dichas cuentas. Ahí, la inequidad en la tercera edad, y sus impactos familiares, continuaría profundizándose.
Por último, si aceptamos la obligación del Estado con la educación particular subvencionada, corresponde que se le condicione a que el establecimiento no discrimine de modo alguno. A su vez, el apoyo público en general no debe circunscribirse a un aporte por estudiante, habida cuenta de las materiales diferencias de costos que existen en distintas realidades, como por ejemplo entre la educación pública y la particular, dado que la primera debe estar en todas partes.
Los anteriores son sólo ejemplos. Los cito en la esperanza de que busquemos un terreno común y evitemos constitucionalizar fórmulas que, además de hoy discutidas en la academia, no corresponde inmovilizar en una Carta Magna.