Si en algo tenemos consenso es en que el crecimiento es indispensable para alcanzar una mayor prosperidad, así como para preservar la cohesión social. Varios creemos que el estallido social estuvo asociado con el fin de las expectativas de un futuro mejor, consecuencia natural del estancamiento económico.

El quiebre en nuestro crecimiento ha sido evidente. Mientras en los 20 años previos a la recesión mundial de 2008 crecíamos a un promedio de 6%, desde entonces no alcanzamos al 3%. Es clave notar que esa brusca desaceleración está fuertemente correlacionada con la aún más significativa ralentización de nuestro volumen de exportaciones, cuya alza pasó de 8% anual, en el primer período, a menos de medio punto porcentual por año desde la citada crisis mundial.

Es notorio también que esta pérdida de dinamismo comercial se inscribe en un fenómeno mundial generalizado. En efecto, el crecimiento del comercio mundial desaceleró a menos de la mitad entre estos dos períodos, las exportaciones de América Latina a la tercera parte y las del África subsahariana a la cuarta parte.

¿Y qué fue lo que pasó? Antes, acabada la Segunda Guerra, los países industriales experimentaron décadas de fuerte expansión económica, complementadas con la construcción del estado de bienestar, que mantenía la cohesión social y abría mayores oportunidades. Pero la crisis del petróleo, en el contexto de un elevado proteccionismo, puso fin a ese dinamismo. La caída de la cortina de hierro sería el broche final para que resurgiera una expansión, sin freno ni regulación, de la economía de mercado a todos los lugares del mundo. Chile, que había sufrido con el proteccionismo de la posguerra, se había abierto justo a tiempo cuando la globalización se volvió a abrir paso. Y se benefició marcadamente de esta nueva apertura -como antes ocurriera hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX. Fueron los años en que la economía era empujada por las exportaciones y la inversión extranjera. Nuestra particular configuración económica hace que nos beneficiemos mucho con la globalización y suframos con el proteccionismo.

Pero esa expansión global confrontó sus propios excesos. Los capitales volaban con frenesí a las economías menos reguladas y donde la mano de obra era más barata. Los países industriales veían como se desplazaba su industria hacia el Tercer Mundo, con un severo perjuicio para las clases trabajadoras. Su distribución del ingreso se deterioró pues las ventajas de la globalización se concentraban en las grandes corporaciones y en los sectores de la sociedad con mayor capital humano. El arbitraje regulatorio y tributario escaló los riesgos. En suma, la globalización trajo problemas a las economías industriales, incrementó sus desigualdades y polarizó a su electorado. El tiro de gracia lo trajo la gran crisis de 2008 - producto también de la desregulación, esta vez del mercado financiero inmobiliario- y el remate la disrupción de las cadenas de suministro durante la pandemia. El proteccionismo (y el populismo) volvió a escena, con conceptos como el “near shoring” (abastécete cerca), la crisis del multilateralismo y la guerra comercial entre China y EE.UU. Nada de esto parece transitorio, entre otras cosas porque en EE.UU. tiene apoyo transversal.

¿Qué podemos hacer, habida cuenta que no está en nuestro poder remover el proteccionismo internacional? Tomemos la experiencia de Australia, Nueva Zelandia e Israel, por ejemplo, todas economías abiertas, distantes y de mercado interno limitado. Ellas resistieron de mejor forma el proteccionismo de la postguerra, a diferencia de nosotros y nuestros cercanos del Cono Sur, que vieron cómo se alejaba su nivel de vida respecto al de las economías industriales.

Bueno. Debemos mantener nuestra apertura y el rol del mercado, preservar nuestros equilibrios macroeconómicos e incrementar la eficiencia del Estado y la relevancia del gasto público. Pero también, siguiendo estos ejemplos, mejorar muy significativamente nuestra infraestructura y capital humano y potenciar la colaboración público-privada en el fomento de la innovación y la disponibilidad de capital de riesgo. Estos países prevalecieron porque pusieron el centro en la productividad, indispensable para ampliar acceso y conquistar nuevos mercados en un mundo con mayores barreras. Y para eso, digámoslo claramente, dotaron, a diferencia nuestra, al Estado de los recursos y musculatura requeridos para esa tarea.