Columna de Nicolás Eyzaguirre: ¿Somos neoliberales?

Nicolas Eyzaguirre
Nicolas Eyzaguirre, economista, exministro de Hacienda.

"Estamos hoy en la encrucijada de lograr consensuar una nueva ola de reformas estructurales que eleven nuestra productividad y cohesión o fallar y condenarnos a la mediocridad. Esta etapa es más difícil que aquella en que logramos los acuerdos que nos trajeron hasta acá, como lo muestra el reducido número de países que lo han logrado".


No, aunque la respuesta precisa contexto. El neoliberalismo no es parte de lo que entendemos como ciencia económica. Esta última, construida sobre distintas escuelas como la clásica y la neoclásica, entre otras, presenta hipótesis lógicas y verificables. El neoliberalismo, en tanto, es más impreciso y corresponde en realidad a un desarrollo histórico político, que adopta una visión extrema sobre cómo debe resolverse la clásica tensión entre libertad económica y la acción del Estado.

El liberalismo económico, entendido como el derecho de los individuos a emprender las actividades económicas que decidan y a la protección por parte del Estado de los correspondientes derechos de propiedad, tiene su origen histórico en las revoluciones de los siglos XVII y XVIII, que terminaron con la discrecionalidad de las monarquías absolutas. Es precisamente a partir de esas conquistas que el producto por habitante comienza a crecer de modo ostensible tras siglos de estancamiento.

Pero el capitalismo liberal generó también, como el absolutismo, formas de concentración de la riqueza y del poder, que amenazaron con su subsistencia cuando hacia el siglo XX tuvieron lugar las revoluciones socialistas en partes de Europa y Asia. La reacción occidental que les siguió estableció un nuevo pacto social que, conservando los derechos de la iniciativa individual, confirió al Estado la misión de regular la concentración económica y procurar iguales oportunidades para las nuevas generaciones, más allá de la fortuna de sus padres. El neoliberalismo fue una reacción adversa a dicho pacto, por considerar que el peso que se daba al Estado ahogaría, en último término, la fuerza de la iniciativa individual.

Durante la dictadura, Chile se orientó hacia un ordenamiento más cercano a esta última línea. Es así como, junto a expandir las áreas que serían dejadas al mercado, los ámbitos regulatorios y de promoción de la igualdad de oportunidades fueron reducidos a su mínima expresión.

Pero han pasado décadas desde entonces. Y el crecimiento de los ingresos públicos, en un período de marcado dinamismo económico, permitió incrementar varias veces los presupuestos públicos en educación y salud, por ejemplo, actividades que como ninguna simbolizan la búsqueda de iguales oportunidades y que nos alejan del cuestionado paradigma neoliberal. Lo mismo puede decirse de las acciones regulatorias que hoy ejerce el Estado.

Y los resultados son demasiado elocuentes. Nuestro país no solo logró en poco tiempo pasar desde la parte baja de la tabla de ingreso por habitante entre las mayores economías de la región al lugar de privilegio, sino que hoy día presenta los mejores indicadores en salud y educación dentro de Latinoamérica. En efecto, un reciente estudio de la Universidad de Washington situó a Chile en el lugar más alto en acceso y calidad de la salud en América Latina, con progresos muy superiores a la media regional a lo largo de las últimas décadas. Nuestros resultados de la prueba Pisa de 2018, por su parte, fueron por distancia los mejores de Latinoamérica, mientras la incidencia del origen socioeconómico de los estudiantes era similar a la media regional. Esto significa que la calidad educacional que reciben nuestros estudiantes, en cada nivel socioeconómico, es mejor a la de sus pares en cualquier otro país latinoamericano. No podemos ser, por tanto, clasificados como la quinta esencia del neoliberalismo.

Pero, pero. El nivel y equidad de acceso a la salud y educación es muy inferior al que presentan aquellos países que debieran marcar nuestro derrotero, esto es, aquellos ya desarrollados, pero de tamaño medio, más bien alejados de los grandes centros de consumo, abiertos y ricos en recursos naturales. Son los clásicos ejemplos de los dos países oceánicos, los escandinavos y en cierta medida Canadá. Estos países destacan por presentar no solo elevadísimos índices de acceso a la salud y calidad de la educación, sino los más bajos grados de incidencia del origen socioeconómico en la calidad de estos derechos, condición indispensable para exhibir la muy elevada productividad y cohesión que ostentan.

Estamos hoy en la encrucijada de lograr consensuar una nueva ola de reformas estructurales que eleven nuestra productividad y cohesión o fallar y condenarnos a la mediocridad. Esta etapa es más difícil que aquella en que logramos los acuerdos que nos trajeron hasta acá, como lo muestra el reducido número de países que lo han logrado. En el éxito o fracaso de las tratativas para escribir una nueva Constitución, que nos dé el marco para que estos acuerdos se produzcan y dejemos atrás nuestra polarización y atomización política presente, se juega mucho más de lo que a veces creemos y percibimos como meras escaramuzas de la política. Hemos llegado a un crucial momento de definiciones y solo cabe esperar que estemos a la altura y no nos enredemos en cálculos parciales promovidos por intereses minoritarios.