Nostalgia combina las palabras griegas “nóstos” (regreso) y “álgos” (dolor); el dolor de no poder regresar. La tristeza de no poder volver a vivir lo que se recuerda. Expresa nuestra necesidad de dotar a la existencia de significados que, sentimos, se encuentran en nuestros orígenes. Dicho así no suena como algo malo.

Curiosamente “nostalgia” es una palabra inventada por un médico suizo, llamado Johannes Hofer, en su tesis doctoral de 1688 por la Universidad de Basilea. Acuñó el término para describir la melancolía que invadía a soldados al recordar sus patrias. Ya entonces se constataba que podía ser síntoma de un cuadro de depresión.

La palabra depresión, en psicología y psiquiatría, indica un ánimo patológico caracterizado por una tristeza abrumadora que inmoviliza e incapacita para enfrentar tareas cotidianas.

Los países también pueden caer en depresión. No confundir con recesión, que es un período breve de decrecimiento que forma parte de la geometría habitual de los ciclos económicos. Las depresiones son más profundas y duraderas; ocurren una o dos veces por siglo y son difíciles de superar. Paradójicamente, cuando se sale, los países lo logran cambiando radicalmente, pero a la vez volviendo a ser lo que siempre fueron. Quizás es igual con las personas, pero eso se lo dejo a los expertos.

Sería saludable reconocer que Chile tiene hoy cuadros de depresión; esto es, un ánimo patológico de desmotivación, desgano y cinismo que nos impide enfrentar los desafíos que tenemos por delante. Y quizás uno de los mecanismos de nuestra depresión sea la nostalgia. En la izquierda, nostalgia de una revolución socialista que muchos no vivieron y que quizá no fue como imaginan o nostalgias de una realidad cultural de clases sociales que simplemente no está ahí. En la derecha, nostalgia de una revolución neoliberal ficticia en que el Estado no tuvo nada que ver con el éxito económico, un imaginado paraíso anarco-capitalista y una paradójica sociedad liberal sin democracia liberal. Y en el centro: nostalgia de la Concertación y su terco culto del equilibrio y del progreso sostenido, pero su incapacidad de acelerar el insoportablemente lento avance hacia la justicia social; nostalgia de esa época de pasiones contenidas, deseos aplazados y disciplinas que ordenaban la vida entera.

En septiembre nos hemos dado un baño de nostalgia. Y está bien de vez en cuando, sobre todo si va acompañado de vino, conversación y cariño. Pero cuando la nostalgia se vuelve patológica, es algo mucho peor: es depresión.

El tratamiento contra la depresión puede ser farmacológico o psicoterapéutico; muchas veces es una combinación.

En economía los fármacos usuales son políticas que inyectan correcciones “químicas” que restablecen el ánimo de avanzar, ordenar, invertir, estudiar, limpiar y trabajar. Una prescripción moderada que le dé un empujón al crecimiento, limpie nuestras ciudades y corrija desigualdades intolerables en pensiones y salud, podría ayudar. Pero no estamos logrando esa prescripción. No es de extrañar que nos sorprendamos recurriendo a chamanes que ofrecen sahumerios y charlatanes que venden pomadas.

Pero, aunque tuviéramos las prescripciones correctas, no son suficientes, requieren el complemento psicoterapéutico.

Lamento decirles que la psicoterapia es la política y el tratamiento, al igual que con una persona, es la conversación, en este caso, pública. Ese diálogo sirve para reconciliarse con que ese pasado que añoramos no volverá. Sirve para darnos cuenta de que eso no significa que haya que olvidar, porque esa lontananza es parte de lo que somos. Pero sí significa que lo tenemos que superar, porque hay que seguir adelante y tenemos un deber hacia los que vienen. Para eso sirve conversar. Claro que para conversar hay que dejar de gritar; si no, no podemos empezar.