¿Qué tienen en común la nueva Ley de Delitos Económicos, la Ley Karin y el reciente “caso Audio”? Que están ad portas de transformar radicalmente la forma en que nos relacionamos en el trabajo. En un futuro próximo, las oficinas podrían convertirse en espacios donde la paranoia inhiba la colaboración espontánea y el libre intercambio de ideas.

Imaginemos cómo podría ser un día cualquiera en la oficina: al llegar a una reunión, los colaboradores pasarán por detectores de dispositivos de grabación, dejando sus teléfonos en la entrada. Las reuniones se llevarán a cabo en salas insonorizadas, con supresores de señal para prevenir cualquier fuga de información. Cada participante firmará un acuerdo de confidencialidad, y un abogado hará acto de presencia para asegurar que no se crucen líneas legales difusas.

La Ley de Delitos Económicos, promulgada para combatir la corrupción corporativa, obstaculizará la toma de algunas decisiones por temor a una acusación de complicidad en un delito económico. Las conversaciones de pasillo, antes fuente de ideas innovadoras y resolución informal de problemas, se extinguirán. Nadie querrá arriesgarse a que sus palabras sean malinterpretadas o usadas en su contra, culminando en una denuncia.

Por su parte, la Ley Karin, que abarca tanto el acoso sexual como el laboral, cambiará drásticamente las dinámicas interpersonales en el trabajo. El miedo a ser acusado de acoso derivará en una formalización extrema de las relaciones. Los jefes evitarán reunirse a solas con sus subordinados, optando por comunicaciones escritas o reuniones grupales grabadas. El feedback, indispensable para el crecimiento profesional, se volverá anodino. ¿Quién tomará el riesgo de criticar el desempeño de un colega cuando esa crítica podría ser interpretada como acoso laboral y menoscabo al sujeto de evaluación?

La estocada final a las relaciones laborales vendrá de la omnipresente amenaza de las grabaciones no consentidas. En un mundo donde todo puede ser propagado en segundos, la desconfianza teñirá las interacciones. Los colaboradores tendrán que asumir que sus conversaciones están siendo registradas. Las charlas casuales durante el almuerzo, antes momentos de conexión humana, se convertirán en intercambios de frases cuidadas.

Las relaciones tóxicas, lejos de desaparecer, encontrarán nuevas formas de manifestarse. El acoso y la discriminación no serán erradicados; simplemente se volverán más sutiles y difíciles de detectar. Los agresores aprenderán a navegar el sistema, usando el miedo a las acusaciones falsas como una herramienta de manipulación. Mientras tanto, las víctimas reales podrían sentirse aún más reacias a denunciar, temiendo que sus imputaciones sean desestimadas como intentos de manipulación del sistema.

El panorama descrito es distópico. Un escenario extremo en el cual los efectos colaterales de leyes bien intencionadas y avances tecnológicos conducirían nuestras relaciones laborales hacia una zona surrealista. Sin embargo, ¿cuán lejos está realmente este escenario de la realidad que se avecina? La convergencia de la Ley de Delitos Económicos, la Ley Karin y el “caso Audio”, nos confronta con un cambio de paradigma. Es imprescindible considerar las implicancias de estas normas y tecnologías en nuestro entorno de trabajo. Será necesario buscar equilibrios razonables que concilien los aspectos positivos de estas nuevas condiciones de entorno con sus consecuencias no buscadas. ¿Distopía? Esperemos que no.