Estoy contento, veo que lo peor del ciclo político y económico chileno ya pasó, y que oportunidades impensadas en el pasado están a nuestro alcance hoy. Entiendo que usted no comparta mi visión. Entiendo que aún esté viendo riesgo futuro, pero eso es lo habitual toda vez que se está en presencia de una gran oportunidad. Como dice Morgan Housel, todos los desplomes del pasado los vemos como una oportunidad y los futuros como un riesgo.

En mi matriz mental donde clasifico las ideas de inversión, “buena/mala” versus “cara/barata”, el Chile de mi vida adulta siempre cayó en el cuadrante “bueno”, pero “caro”. Sin embargo, gracias a una conjunción de factores que auguraban un daño sideral a nuestro país, pasamos repentinamente a ser un país “barato” sin dejar de ser completamente “bueno”. Hay que reconocer que el susto fue grande, incluso connotados empresarios chilenos, personas que el cuento del lobo lo supieron aprovechar tantas veces en el pasado, prefirieron, económicamente hablando (y alguno en cuerpo y alma también), dejar Chile por miedo a lo que iba a venir.

Ok. Los activos financieros chilenos (y muchos reales también) están baratos, me dirá usted. Pero, ¿qué tiene de bueno un país que no crece (PIB per cápita congelado en el mismo valor por años)? Lo bueno, y muy bueno a mi juicio, es que Chile se aburrió de eso. Y se aburrió también de todas las iniciativas que suenan a “el crecimiento no importa”, a las que les está dando un portazo. Partamos.

Constitución mamarracho: descartada. Tendremos una Constitución buena, muy parecida a la actual (por razones de espacio no veo necesario explicar algo obvio). Y, en el “peor de los casos”, seguiremos con la misma que nos permitió alejarnos de la maldición económica sudamericana estos últimos cuarenta años. La vida pública debe ser predecible, fome si quiere, justamente para que cada uno pueda perseguir su propia felicidad individual.

El segundo muerto es la reforma tributaria (también conocido como pacto fiscal), de lo que me veo obligado a decir algo conceptual.

Partamos con que el gobierno habla todos los días de impuestos. Es una lata. Hay un mundo de temas económicos allá afuera, pero aquí estamos pegados como aquél que sabiendo usar sólo el martillo, todo la parece un clavo. Peor aún, ese martillo no resolverá el problema que este gobierno se planteó solucionar, que es la desigualdad. He escrito tanto en otras columnas sobre la incidencia de los impuestos (leyes determinan quién paga el impuesto, pero el mercado determina quién asume el costo), que sólo comentaré lo que últimamente veo repetir de izquierda a derecha sin, a mi juicio, mayor justificación. Existiría, según todos, una “desigualdad inicial” (antes de impuestos) que algunos países exitosamente logran corregir a través de un “pacto fiscal” (impuestos y transferencias), y otros no. Entre estos últimos estaría Chile. “Desigualdad inicial” que, sin embargo, nunca ha sido observada, sólo existe en una simulación. La única desigualdad constatable, aquí y en la quebrada del ají, es la “final” (después de impuestos). Esta es la desigualdad que negociamos todos los días en el mercado y por la cual estamos dispuestos a intercambiar libre y voluntariamente cosas y trabajo. Como usted ya puede intuir, el sentido de la flecha pareciera estar invertido, siendo la desigualdad “inicial/simulada” un producto de la “final/real”, y no lo inverso. Al fin de cuentas, la única manera de reducir la desigualdad es que el aporte que cada uno de nosotros hace a la vida económica (después de impuestos), sea menos desigual.

El tercer y último muerto es la reforma previsional, con lo que no sólo hemos salvado nuestras pensiones, sino que también el mercado de capitales, lugar donde la gente intercambia presente por futuro. Condición necesaria para tener futuro.

Como ve, tres de tres, cómo no voy a estar contento.