Una de las pocas cosas que me gustaban de los soviéticos, y que hicieron propia los chinos, era su plan quinquenal. Cinco años es un tiempo suficiente para que los ruidos se neutralicen y podamos ver algún brote verde de lo que fue sembrado.
Cinco años atrás Chile soñó con cosas que hoy me dan cringe, en parte por lo fantasioso de esos deseos escandinavos, pero sobre todo porque el país hizo lo que pudo para lograr lo contrario.
Cinco años atrás desde La Dehesa hasta La Pintana el diagnóstico era uno: Chile era un mal país, donde acabar con los abusos, injusticias y escandalosa desigualdad era un imperativo moral. La rabia fue tal que el fin justificaba cualquier medio, incluido la violencia. Vimos delincuentes ovacionados como héroes y carabineros humillados y llevados presos. Como cualquier idiota que no es capaz de entender la conexión entre sus acciones y las consecuencias de ellas, de una retorcida manera el país se convenció que esta revolución contra el orden establecido nos llevaría a un Estado de B nórdico.
No era la primera vez que Chile tenía sueños, veníamos de uno de ellos: jaguares de Sudamérica, potencia exportadora del fin del mundo, templo de las reglas claras y predecibles. Un oasis en la siempre convulsionada y fracasada Latinoamérica fue el sueño que motivó y enorgulleció a mi generación.
Más allá de los gustos suyos o míos, el sueño de mi generación era inmensamente superior al sueño del Estallido por una simple razón: había un plan para conseguirlo. En los famosos 30 años Chile abrió su economía a más no poder, fomentó la inversión privada, mantuvo las reglas, y pasó de ser un país con un PIB de US$30.000 millones en 1989, a uno con un PIB de US$300.000 millones en 2018 (10x), sacando de la pobreza a siete millones de compatriotas. Eso hasta 2018, porque más allá de los “cero coma algo por ciento” de variación que le gusta celebrar al ministro Marcel, nuestro PIB no se ha movido desde entonces. Gracias al crecimiento el balance del Fisco también mejoró durante los 30 años, la deuda fiscal cayó y nuestra caja fiscal (FEES) creció, para volver a empeorar todo nuevamente en los últimos años.
“Ok. Pero al sueño del Estallido de reducir la desigualdad no le importa el crecimiento”, dirá usted. La verdad es que sí le importa, y mucho. Un renombrado economista de izquierda se hizo famoso por decir que la causa de la desigualdad es que el retorno del capital (“sueldo de los ricos”) es mayor que la tasa de crecimiento de la economía (“sueldo de todos los demás”). Correcto, lo primero siempre es mayor que lo segundo en el largo plazo, pero existe, sin embargo, una herramienta para reducir esa brecha y así reducir la desigualdad, se llama inversión. La inversión reduce el retorno esperado de los activos financieros (reduce tasas e inflación) y crea las bases para el crecimiento futuro del producto. Sin inversión no hay crecimiento y la desigualdad aumenta. Así funcionan las leyes financieras, no me culpe a mí.
¿Qué hemos hecho entonces para reducir la desigualdad? Puras cosas que la aumentan: retiros de los fondos de pensiones, gasto fiscal, burocracia, amenazas permanentes de futuros cambios en ciertas industrias; y en el país como un todo, con el mamarracho de Constitución.
Hoy, cuando trato de no llorar sobre la leche derramada y miro el futuro, me pregunto: ¿Están nuestros (no) líderes políticos trabajando en nuestro próximo plan quinquenal? No lo están. Sólo están haciendo ruido, mucho ruido.