A pesar de que la crisis social de 2019 se interpreta como una demanda por un estado social de derecho (ESDD) y de un pronunciamiento bastante transversal en su favor, su contorno y financiamiento es todavía motivo de debate.

Si bien no existe una definición estricta de ESDD, podemos intentar describir sus rasgos centrales. En su dimensión socioeconómica, el ESDD establece el acceso común para ciertos bienes y servicios considerados necesarios para la vida. En algunos de ellos, como salud y educación, se intenta una elevada e igual calidad para toda la población. En otros, como pensiones, vivienda, ingresos, se aspira a niveles dignos, tal de asegurar que toda familia pueda sobrevivir en paz.

El ESDD no es una mera concesión humanitaria. Arranca de la convicción de que es imprescindible para la paz social, pero también de que su ausencia significa un enorme sacrificio de potencial prosperidad, al impedir que los nacidos en ambientes más vulnerables puedan desarrollar plenamente sus talentos y vocaciones, mermando así su capacidad de crear, emprender e invertir, palancas fundamentales del desarrollo económico. Los países líderes en esta conquista advirtieron hace mucho que, siendo imprescindible, no bastaba con la libertad económica (logro obtenido con la derrota de las monarquías absolutas). Era necesario también que la sociedad pusiera en común una parte del producto a objeto de garantizar estos derechos sociales para todos, pues capitalismo y libertad, sin un estado que redistribuyera ingresos y oportunidades, podía engendrar una dinámica de concentración y exclusión que atentara contra su propia permanencia.

Como regla general, el financiamiento del ESDD proviene de dos fuentes: las contribuciones obligatorias a la seguridad social, que tienen un carácter progresivo y redistributivo, y los impuestos que, para cumplir este cometido, deben ser también progresivos.

En nuestro caso no se cumple ninguna de las dos condiciones. Las cotizaciones de seguridad social son muy bajas -no se cuentan, por cierto, las cotizaciones obligatorias de propiedad individual- y los impuestos no son progresivos. Basta señalar que las primeras representan 9% del PIB en el promedio de la Ocde, contra 1,5% en nuestro país. En el caso de los impuestos directos a las personas -el componente más progresivo de la carga tributaria- las cifras son de 8% y 1,5%, respectivamente. Está más que claro entonces por qué no tenemos un ESDD.

En nuestro debate son frecuentes dos inexactitudes. La primera es que las cotizaciones debieran continuar de propiedad individual y que son las rentas generales las llamadas a financiar los derechos sociales. Puede notarse que las cotizaciones son progresivas a los ingresos personales por lo que solidarizarlas es redistributivo. Pero, aún más, los impuestos personales tienen la misma característica y, si se usan solidariamente, se está haciendo exactamente lo mismo. Podrá argumentarse que los impuestos gravan también a las rentas del capital, por lo que la seguridad social grava desproporcionadamente al trabajo. Pero en nuestro país las rentas del capital contribuyen muy poco; es más, es frecuente escuchar a la oposición promover una ampliación de la base de los impuestos al ingreso, a objeto de gravar más a los sectores medios que son precisamente quienes viven casi exclusivamente de su trabajo. Se podrá advertir entonces que la incidencia socioeconómica de ambas variantes es bastante similar y que el “con mi plata no” no pasa de ser un eslogan populista. La evaluación general de los sistemas europeos tiende a favorecer el financiamiento vía seguridad social pues, a diferencia de los impuestos generales, el uso de estos ingresos está “marcado” para fines de seguridad social, en tanto los impuestos pueden ser usados en otros objetivos como infraestructura, defensa, seguridad, etc.

La segunda inexactitud es que el ESDD puede ser incompatible con la libre elección de los prestadores finales. Eso no es así; si bien es infrecuente, en algunos países desarrollados, por ejemplo, Bélgica y Holanda, se permiten diversos proyectos educativos y a las familias elegir entre ellos. El problema surge cuando se quiere privatizar las contribuciones o cuando el servicio, que debiera ser prestado en calidad homogénea, es de distinta naturaleza según la capacidad de pago de la familia. A esto es lo que aluden algunos cuando reclaman que la seguridad social no puede ser dejada al arbitrio del mercado. Me refiero a educación y salud, pues en pensiones y vivienda siempre la contribución privada hará una diferencia y parte será dejada al mercado.

No parece imposible ponernos de acuerdo.