Chile dio una gran señal, al mundo y también a la comunidad nacional, al convertirse en el organizador de la próxima Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático, COP 25.
Con ello, el país da un paso hacia la primera línea en términos de política climática, un papel que había jugado a nivel regional previo a la COP 21 realizada en Francia en 2015, pero que se desdibujó bajo la sombra de compromisos que no respondieron a las expectativas de la comunidad internacional.
Modestos para ese año, hoy a la luz de la ciencia esas contribuciones, así como las de los demás 194 países firmantes, deben con urgencia ser incrementadas. Porque de evitar el alza de la temperatura sobre 2°C respecto a niveles preindustriales, la misión pasó a ser no superar los 1,5°C, so pena de enfrentar consecuencias devastadoras. Éstas incluyen la pérdida de hábitat naturales y especies, la disminución de los casquetes polares y el aumento del nivel del mar, todo ello con evidentes repercusiones en nuestra forma de vida, seguridad y economía.
Es en este punto donde la señal dada por el gobierno debería tener un impacto positivo también a largo plazo entre los habitantes de Chile, porque supone seguir avanzando hacia un desarrollo sustentable y equitativo, que incorpora la variable climática en sus principales decisiones y construye así un territorio más resiliente y con nuevas oportunidades de crecimiento duradero.
El país no parte de cero: ya se avanza en descarbonizar la economía y en sumar la conservación de la biodiversidad en la acción climática, a través de la restauración de paisajes forestales y la creación y manejo efectivo de áreas marinas protegidas.
Un reporte de WWF presentado en la COP 24, que finalizó la semana pasada en Katowice, Polonia, destaca las oportunidades de Chile para entregar un compromiso de reducción de emisiones más ambicioso, con miras a la revisión de las contribuciones al Acuerdo de París en 2020.
La mitigación de GEI en el sector de generación de energía se identifica como el mayor potencial para que Chile acelere sus acciones y su transición a una economía baja en emisiones, lo cual requiere llegar a un porcentaje de carbón cercano a cero en nuestra matriz energética para 2050.
Esta transformación tendrá costos, pero frente al cambio climático el mayor precio a pagar es el de dejar las cosas como están. Sobre todo para un país como Chile, altamente vulnerable a las modificaciones climáticas.
Porque los aluviones de 2015 en el norte, con 28 víctimas fatales y sobre tres mil damnificados; el bloom de algas del verano de 2016, que azotó la vida y economía de Chiloé, y las casi 600 mil hectáreas consumidas por el fuego durante el verano del 2017, con 11 fallecidos y más de siete mil afectados, no son eventos aislados.
En una perspectiva de base y de largo plazo, Chile cumple con siete de las nueve características de vulnerabilidad enunciadas por la Convención ONU sobre Cambio Climático (CMNUCC). Éstas son: poseer áreas costeras de baja altura; zonas áridas y semiáridas; zonas de bosques; territorio susceptible a desastres naturales; áreas propensas a sequía y desertificación; zonas urbanas con problemas de contaminación atmosférica, y ecosistemas montañosos.
El riesgo climático, por tanto, está en nuestra propia naturaleza y nos invita no solo a estar vigilantes, sino que a ser un actor en la búsqueda de soluciones, que es la forma como entendemos el papel de Chile en la próxima COP 25 que se realizará en nuestro país.