Las imágenes de la erupción del volcán Kilauea (Hawaii) son impresionantes: lava descendiendo por las laderas del volcán y fisuras abriéndose, generando importantes daños en la infraestructura de la isla. De acuerdo con los reportes de las agencias encargadas, este evento volcánico ha destruido cerca de 40 viviendas y agrietado decenas de secciones de carreteras en las últimas semanas, lo que parece ser un recordatorio de la necesidad de focalizarnos en la resiliencia de nuestra infraestructura frente a desastres naturales.
La Comisión Nacional para la Resiliencia frente a Desastres de Origen Natural define la resiliencia como las capacidades de un sistema expuesto a una amenaza, para anticiparse, resistir y recuperarse de sus efectos de manera oportuna y eficaz, para lograr la preservación, restauración y mejoramiento de sus funciones básicas (CREDEN, 2016). Por lo tanto, hay dos conceptos clave: vulnerabilidad y recuperación.
La historia nos ha demostrado que somos un país altamente expuesto y vulnerable ante amenazas naturales, tales como sismos, aluviones, erupciones volcánicas, incendios, entre otras. Esto se ve reflejado en que entre 1980 y 2011, Chile tuvo en promedio pérdidas anuales de alrededor del 1,2% de su PIB debido a la ocurrencia de desastres naturales (UNISDR, 2015). El emblemático terremoto y tsunami del 27 de febrero de 2010 mostró dos caras del país respecto a la respuesta frente a eventos naturales: una alta vulnerabilidad de nuestra infraestructura, considerando que el sismo generó pérdidas por alrededor de US$ 30 mil millones, lo que corresponde al 18% del PIB de Chile (Superintendencia de Valores y Seguros, 2012); y una notable capacidad de recuperación, pues tres meses después del evento, el 90% de la infraestructura afectada ya estaba operativa.
Este tipo de experiencias nos deja la enseñanza que tenemos una tarea pendiente: robustecer nuestra infraestructura de manera preventiva. Actuar post evento mediante programas de emergencia tiene como consecuencia un sobrecosto para el país, pues el gasto incurrido en rehabilitación, sumado al costo social por pérdida de nivel de servicio de la infraestructura, muchas veces supera al gasto asociado a la medida de mitigación.
Ahora bien, ¿cómo robustecemos nuestra infraestructura? En primer lugar, se deben revisar los actuales estándares de diseño y mantenimiento, especialmente para el caso de obras viales, que consideran solo solicitaciones de tránsito y clima. También es necesario analizar la infraestructura como una red y no como elementos aislados. Aquí resulta relevante la definición de la infraestructura crítica desde un punto de vista estratégico, analizando su relevancia (estructurante o secundaria) y redundancia (infraestructuras alternativas) a nivel de red. La resiliencia también puede ser abordada mediante una planificación territorial que emplace a la infraestructura en sitios con baja exposición a amenazas naturales.
Como sociedad debemos adelantarnos a los desastres naturales. En este contexto, la gestión de riesgo preventivo es clave para contar con una infraestructura más resiliente. Como dice el refrán popular "más vale prevenir que lamentar".