El miércoles pasado no fue un buen día para Mark Zuckerberg, el creador y principal dueño de Facebook. Ese día se hizo pública la demanda de la Federal Trade Commission de EE.UU. -aunque con votos divididos- y otra adicional de la mayoría de los Estados del país del norte. Era, eso sí, cosa de tiempo. Crónica de una demanda anunciada. Y se intuía que la mano venía pesada.
Las conductas imputadas son similares. Por una parte, que las adquisiciones de Instagram en 2012 y de WhatsApp en 2014 -por las cuales Facebook pagó la friolera suma de 1.000 millones y 19.000 millones de dólares, respectivamente-, fueron parte de una estrategia para neutralizar la competencia y, por otra, que la red social utiliza las condiciones de acceso a su plataforma para impedir que otros competidores emerjan. El actuar de Facebook, a juicio de las demandantes, se habría traducido en un desincentivo a la innovación en el mercado de redes sociales, una reducción a las opciones de los consumidores y la privación a los anunciantes de los beneficios de la competencia entre plataformas.
El daño a la competencia sería de tal gravedad que ameritaría que las adquisiciones de Instagram y WhatsApp sean declaradas ilegales y que dichas compañías sean separadas de Facebook. O sea, la herramienta más drástica del derecho de competencia. Una bomba nuclear. En palabras de Zuckerberg: “una amenaza existencial”.
Demos algo de contexto. Durante la última década, el poder de las principales empresas digitales -Amazon, Apple, Facebook, Google- ha ido en aumento. Este nuevo ambiente económico, dominado por plataformas digitales, no solo ha impactado el proceso competitivo, sino que también podría presentar desafíos en el funcionamiento mismo de la democracia.
La fuerza de estas empresas se explicaría por múltiples factores -además del talento y energía que han desplegado-, tales como las enormes economías de escala y ámbito, su condición de mercado de dos o más lados -en donde se monetarizan los datos personales de los usuarios-, las economías de redes y las altas barreras de entrada al mercado.
Diversas instancias en países desarrollados han reaccionado a esta evolución. Hace dos meses, el comité antimonopolios del Congreso de EE.UU. publicó un informe lapidario sobre el poder de las gigantes tecnológicas. Además, hace un par de semanas el Departamento de Justicia demandó a Google por reforzar su monopolio en su servicio de búsquedas a través de prácticas anticompetitivas, que incluía un acuerdo con Apple.
La autoridad europea, por su parte, luego de sentenciar en tres casos a Google con multas de miles de millones de euros, está promoviendo una ley de servicios digitales y una nueva herramienta de competencia. Alemania -país que lleva su propio caso contra Facebook, que ha sufrido contratiempos- busca aprobar en el parlamento la ley de digitalización, que dotará a la autoridad de competencia de ese país de nuevas atribuciones para hacer frente a las grandes digitales. Reino Unido ya anunció que implementará un nuevo marco regulatorio para las plataformas que tengan un estatus especial en el mercado.
Volviendo a la demanda contra Facebook, de su simple lectura se advierten complejidades que la autoridad deberá vadear para triunfar en los tribunales. La pista no se ve despejada.
Las operaciones de compra ahora cuestionadas fueron revisadas y no objetadas en su momento por la autoridad. Esto requiere determinar si amerita volver a revisar operaciones ya analizadas, lo que merma la seguridad jurídica y el ambiente de los negocios.
Además, dado que los demandantes solicitaron una medida tan gravosa como la desinversión, deberán probar que Facebook efectivamente violó la ley, como también convencer sobre la necesidad y proporcionalidad de la medida. La desinversión es difícil de concretar, y se dice metafóricamente que es como “separar un huevo revuelto”.
Especial dificultad traerá la acreditación de los efectos y daños efectivos a la competencia y el nexo causal entre estos efectos y las transacciones impugnadas, en especial cuando los daños alegados -menor privacidad, opciones, e innovación- son difíciles de cuantificar siguiendo las metodologías tradicionales.
Habrá que esperar unos años para ver el resultado de este juicio, el que pasará a ser un capítulo más del libro que se está escribiendo sobre el poder de las Big Tech y su contrapeso por el poder público. Lo que está claro es que las autoridades de competencia de Estados Unidos despertaron, y sus energías debieran redoblarse en el próximo gobierno de Joe Biden. Sobre lo que surgen dudas, y quizás este juicio arroje algo de luz, es respecto de sus capítulos finales, en especial si los organismos de competencia -en conjunción con los tribunales- van a ser eficaces en esta titánica tarea o van a ser, en algo o en todo, reemplazados por una autoridad sectorial ad hoc para temas digitales.
*Los autores son director e investigadora del Centro Competencia de la Universidad Adolfo Ibáñez