El país se encuentra en un claro camino de desaceleración económica, al pasar de un crecimiento de 11,7% en 2021 a alrededor de 2,0% esperado para el 2022 (según la última Encuesta de Expectativas Económicas del Banco Central, aunque algunos economistas, entre los que me incluyo, esperamos una cifra aún menor). Sin embargo, esta desaceleración no debiera ser entendida como un signo de debilitamiento, sino como un proceso de normalización en una economía sobrecalentada (es decir, una economía cuya actividad efectiva es más alta que su potencial; 5,5% aproximadamente según las estimaciones del BCCh). De no darse este proceso de normalización, la inflación sería presionada al alza de manera aún más enérgica y persistente de lo que hemos observado hasta ahora. De hecho, en su reciente Informe de Política Monetaria, el BCCh sostiene que tanto este año como el siguiente la actividad “crecerá por debajo de su potencial, condición necesaria para que se reduzca la brecha”.

En este contexto, ¿no parece raro hablar de planes de recuperación cuando la economía está sobrecalentada? Y como en tantas ocasiones en el mundo de los economistas, la respuesta es “depende”. A nivel macroeconómico, resulta evidente que las políticas debiesen apuntar a ser contractivas para descomprimir este sobrecalentamiento, lo que ya ha estado ocurriendo en el plano monetario con el alza de tasas del BCCh y en el fiscal con el retiro de los estímulos del gobierno.

Sin embargo, a nivel microeconómico, el mercado laboral está mostrando rezagos en su recuperación en algunos sectores y grupos de la población. En otras palabras, los efectos de la recesión económica producto de la pandemia no parecen haber quedado atrás para todos. Es por ello que el programa de recuperación inclusiva del gobierno (del cual aún no tenemos todos los detalles) apuntaría a políticas focalizadas que atiendan a estos sectores rezagados, antes que en subsidios universales que intensifiquen los desequilibrios macroeconómicos. Aunque, para evitar esto último, dichas políticas deben ser (además de focalizadas) temporales y financiadas mayoritariamente con reasignaciones.

Mientras tanto, el Congreso evalúa un quinto proyecto de retiro de ahorros previsionales (o alguna variante intermedia o parcial de éste), una propuesta que, por su magnitud, resulta macroeconómicamente expansiva. En caso de aprobarse, ésta acentuaría los desequilibrios macroeconómicos e intensificaría el sobrecalentamiento de la economía, implicando aún mayores presiones inflacionarias y haciendo necesarias políticas aún más restrictivas. Además, es una propuesta que no necesariamente se focaliza en los sectores que presentan estos rezagos.

La necesidad de coordinación en las políticas económicas salta a la vista, no por disonancias entre la política fiscal y monetaria, sino entre estas dos y las decisiones del Congreso. Ante ello, es imperativo retomar la institucionalidad que existía previa a la pandemia, ya que los costos económicos de descoordinaciones pasadas que estamos experimentando hoy son altos y ya conocidos (a la luz de los retiros anteriores). Y, habida cuenta de estos acontecimientos, en estos momentos de reflexión acerca de las instituciones que buscamos hacia el futuro, los riesgos y consecuencias de una institucionalidad económica debilitada para el bienestar de la ciudadanía debiera ser un aspecto considerable para meditar al interior de la Convención.