En estos tiempos de información instantánea se comenta y teoriza con extrema propiedad sobre lo que pasa en el mundo. Uno cree comprender el estado de las cosas. Sin embargo, una y otra vez, la oportunidad de estar en terreno entrega una perspectiva sorprendentemente diferente. Camino por las calles de Shanghái y, cual reportero en el frente de batalla, percibo la versión china de la guerra comercial.
Es la primera preocupación, flota en el aire con un aroma a pólvora que aparece en cada portada de diario y cada conversación. Se acumula odiosidad contra Trump y su desprecio por la palabra y el compromiso. Se enfrenta el desafío con altivez y templanza: "No nos quebrarán. Responderemos cada golpe". Anuncian los 16 billones de tarifas, elegidas con pinza para causar máximo daño.
Y se repiten a sí mismos que todo estará bien. Pero en el fondo saben que les está pegando. Sienten la caída de más de 20% en las bolsas. Saben que las IPO de Xiaomi y China Towers no fueron lo que se esperaba y que el mercado está difícil. Se preocupan por una seguidilla de escándalos de las "peer to peer lending", donde los dueños se esfuman y las platas no están. Y el enfriamiento se siente, como un ruido que viene por allá lejos, con nombre y apellido, oliendo a chantaje y a trampa.
Pero, entonces, cuando Nanjing Road topa con el río, llego al "Bund" y me quedo sin aliento. Nunca vi algo así. El futuro está en la otra orilla. Las torres se elevan al cielo, iluminadas con todos los colores que existen y anuncian que el XXI es el siglo chino, que ellos ya han triunfado. La guerra de Trump pasará, se olvidará. Lo realmente importante, reflexiono maravillado, es que China logró el milagro más grande de la historia humana: sacar a cientos de millones de la pobreza y catapultarlos hacia un destino glorioso.
Cuando Deng Xiaoping, en una de las naciones más miserables del mundo, hace sólo 40 años, dijo que no importaba el color del gato, sino que cazara ratones, dejó aflorar los incentivos atrofiados por décadas de inútil ingeniería social. Había que dejar surgir las sanas ambiciones y dar rienda suelta a la creatividad. Legitimar y celebrar el lucro… Bastó ese pase de magia para que China explotara, como un festival de fuegos artificiales, iniciando un proceso de desarrollo de una escala sin precedentes en la historia: de la miseria secular a la vanguardia planetaria.
Hoy sus ciudades impecables, sin un papel, sin un grafitti, con pasarelas que cruzan el cielo, hierven de actividad y exudan confianza. Las empresas del futuro crean nuevos modelos de negocio, que cambiarán cómo funciona todo. Los Baidu, los Ali Baba, los Didi y sus retoños se desarrollan a velocidades siderales.
Muchos pensarán que no es perfecto, porque el gobierno es autoritario. Y, efectivamente, quizás una democracia tradicional sería mejor. Pero es su sistema y se siente sinceramente que las discusiones y las pasiones de la política, que tanto nublan la razón, no se echan de menos.
En una ironía enorme, Deng y su éxito monumental han entregado al mundo la madre de todas las pruebas sobre lo irrefutable de la superioridad del capitalismo para producir progreso y escapar de la miseria. El mayor milagro humano conocido. Trump y su guerra comercial no torcerán ese destino. Sus escaramuzas serán, simplemente, la hojarasca de la historia. Esa es la gran noticia.