Apenas conozco al ministro Ignacio Briones. Nos vimos una vez en persona, hace unos tres años, en una comida. Tengo una foto de la ocasión, pero no la puedo encontrar entre las 20 mil imágenes en mi celular. Fue una reunión larga, con buenos platos y mejores vinos. Se conversó de todo: de política, literatura, arte y economía. Al final, la conversación transitó hacia un tema difícil: el suicidio. No el suicidio asistido, como el que se discute en estos días en Chile, a raíz del proyecto de ley sobre la eutanasia, sino que el suicidio a secas, el acto voluntario y consciente de terminar con la vida propia. Discutimos sobre el libro de Al Alvarez, El Dios Salvaje, y sobre los suicidios de las poetas Sylvia Plath y Anne Sexton. No recuerdo lo que dijo Briones. Pero de lo que sí me acuerdo es de su personalidad tranquila, de su temperamento sereno, de su lenguaje corporal. No interrumpía a los demás contertulios, ni hablaba fuerte. Su sentido del humor era fino, y sus conocimientos profundos. Dejaba hablar, escuchaba, y defendía sus opiniones con maestría retórica, pero sin estridencias. Así es como lo recuerdo, esa única vez que departí con él.
Unos pocos días después, ya de regreso en mi ciudad, volví a leer algunos de los trabajos académicos de Briones. Repasé un artículo sólido sobre la historia de la banca en el siglo XIX, y sobre la influencia de Jean-Gustave Courcelle-Seneuil, un sabio francés que fue, posiblemente, el primer consultor extranjero que opinó sobre nuestra economía. Al terminar, pensé que Briones era un economista atípico para el ambiente chileno, un economista profundo, con una mirada larga, plasmada por la historia. El que se hubiera especializado en Francia, y no en las habituales universidades anglosajonas, también me pareció atractivo.
Cuando, a fines de octubre de 2019, fue nombrado ministro de Hacienda, me sorprendí. Su naturaleza templada no calzaba con la del Presidente Piñera, ni menos aún con la de su predecesor. Pensé que, dado el momento álgido que vivía el país, los políticos hambrientos y belicosos, y las redes sociales llenas de matones y de cobardes, se lo podían comer en un santiamén.
Pero nada de eso sucedió.
Dadas las circunstancias, y a pesar de algunos titubeos, Ignacio Briones ha sido un muy buen ministro. Es verdad que la segunda ayuda a los afectados por la pandemia demoró en llegar, pero esa mancha no alcanza a nublar su desempeño total en estos 14 meses. Destaca su temprana aceptación del plan de los economistas convocados por el Colegio Médico, para disponer de doce mil millones de dólares de dineros públicos -provenientes de los fondos de emergencia- para enfrentar la crisis. (Aclaración: participé en ese proceso, y durante esas semanas hablé por WhatsApp y Zoom con él, en varias ocasiones.)
En el año y tanto que ha estado en el cargo, Ignacio Briones ha confirmado todos los atributos que exhibió esa vez que estuvimos frente a frente: serenidad, disposición a escuchar, sencillez, capacidad de negociación y flexibilidad. También demostró tener paciencia y una enorme consistencia con sus principios y con sus convicciones, especialmente con la idea de que las buenas políticas públicas deben ser defendidas de los embates del populismo y de los oportunistas.
Pero, además de esa buena disposición, Briones ha mostrado otros atributos valiosos. El primero, es que, según dicen los que tienen información de primera mano, ha logrado que el Presidente se mantenga alejado del manejo del día a día del ministerio. Es decir, Briones habría conseguido un grado de autonomía pocas veces visto en las dos administraciones Piñera. Si esto es así -cosa que no he podido confirmar con certeza -, es un gran avance. Uno solo puede conjeturar cuán mejor estaría el país si la mayoría de los ministros hubiera logrado lo mismo.
Un segundo atributo admirable del ministro Briones es su optimismo.
Aun en los peores momentos, en aquellos días en que los contagios parecían imparables y la violencia parecía tomarse el país, Ignacio Briones veía una luz al final del túnel. Y no una luz debilucha, sino que un haz radiante y resplandeciente.
Briones cree que, si hacemos bien las cosas, Chile tiene un gran futuro. Pero para alcanzar esa meta, para seguir avanzando sobre lo ya logrado, para retomar la senda de la prosperidad, para lograr armonía e inclusividad, hay que hacer los deberes, y no hay que dejarse estar. Por eso Briones se preocupa de la sostenibilidad fiscal, de la calificación de nuestra deuda soberana, de la recuperación del empleo al terminar la emergencia sanitaria. Briones también entiende que la pandemia aceleró enormemente los cambios tecnológicos que venían en camino. Briones tuvo claro que, como algunos vaticinamos hace algunos años, “ya pronto muchos empleos desaparecerán.” Y porque esa es una realidad enormemente disruptiva, es necesario tener reservas de energía para encarar un desempleo rebelde.
El ministro fue el representante de Chile en la Ocde, foro donde se ayuda a diseñar las mejores políticas públicas de los países avanzados. Y una de las cosas que se aprende, en cuanto uno pone los pies en la casona del 16 arrondissement (XVI Distrito) de París, es que los sistemas de pensiones de reparto no tienen futuro, están desahuciados. Es por ello que un país tras otro implementan sistemas de capitalización como el que algunos/as quieren eliminar en Chile. Y porque Briones lo sabe, ha hecho un esfuerzo por defenderlo. En ello tiene razón nuestro hombre de Teatinos 120.
Para que el optimismo de Briones se transforme en realidad se necesitan dos cosas: primero, mejores relaciones entre La Moneda y el Parlamento, de modo que se eviten las políticas públicas malas y populistas (ya sean malas por acción o por omisión). Y, segundo, que la convención constituyente actúe con sabiduría y responsabilidad.
Yo no sé si esto vaya a suceder, pero cuando escucho a Ignacio Briones en entrevistas o en mesas redondas, ese pesimismo que me embarga desde hace tantos meses empieza a disiparse; anticipo la salida del sol.