A mediados de este año, Chile se adjudicó el puesto 26 en el indicador Country RepTrak® sobre reputación de países, informe que elabora el Reputation Institute. El estudio se basa en el análisis de variables que incluyen seguridad, entorno natural, ética y ausencia de corrupción, estilo de vida y hasta simpatía de la gente.
Allí se establece una relación directa entre reputación y desempeño económico: "1 punto de incremento en la reputación del país resulta en 0,9% de incremento en la proporción de llegadas de turistas per cápita, y 1 punto de incremento en la reputación del país resulta en 0,3% de incremento en ratios de exportaciones".
Tiene lógica y resulta del todo razonable pensar que un país con buena reputación ofrece más confianza, más interés y mejores perspectivas de asociación. Sabemos muy bien que esto mismo se aplica a las empresas que gozan de buena reputación; éstas tienen mejores resultados globales que las que no.
La reputación, explica el Country RepTrak®, determina e influencia las experiencias directas de las personas, los estereotipos y las opiniones de terceros, lo que a la larga termina modelando las percepciones, las actitudes que finalmente afectan la creación de valor respecto de una marca; en este caso, una marca país.
Y así es que -en nuestra inocencia- nos solazamos cada vez que Chile aparece mencionado en rankings como este u otros sobre transparencia o corrupción.
Sí, en muchos de ellos ocupamos puestos de avanzada, pero nuestra inocencia se ve interrumpida cuando de la nada, nos enteramos de escándalos como los eventuales desfalcos en Carabineros o el Ejército o de prácticas como destrucción o falsificación de pruebas por parte de la policía.
¿Por qué menciono todo esto?
la falta de transparencia impacta de manera irremediable el normal funcionamiento del Estado, afectando al estado de Derecho.
Y lo sabemos de sobra: la corrupción tiene efectos devastadores en la confianza en las instituciones, en la eficacia del gasto público y en servir de aliciente para prácticas inadmisibles de públicos y privados.
Esto a la larga se traduce en pérdida de confianza de los mercados, aumento de los costos en las deudas soberanas, menos productividad, menos innovación, menos crecimiento y en el estancamiento de las políticas públicas para combatir la pobreza y la desigualdad.
El asunto que inquieta es que ya llevamos décadas de escándalos financieros y comerciales, casos de financiamiento ilegal de la política y -ahora- se suman prácticas delictivas en instituciones que antes gozaban de gran confianza y adhesión entre la ciudadanía, lo que parece ser síntoma sólo de dos cosas: o que el fenómeno de la corrupción pública y privada ha aumentado, o que ahora ésta está saliendo a flote gracias a mejores mecanismos de detección.
Cualquiera sea el caso, es hora de ponerle freno de golpe, porque un punto menos en nuestra reputación de país-construida por gobiernos, empresarios, instituciones sociales, ciudadanía y fuerzas armadas y de orden- nos va a impactar de lleno en nuestras perspectivas de crecimiento, desarrollo humano, clima de negocios y quién sabe qué más.
La inocencia ya fue interrumpida, así que ¿ahora qué hacemos?