Ya termina el 2024, un año en que la percepción de corrupción escaló a 75% (tres de cada cuatro personas piensan que hay mucha corrupción en el país) y un 52% confía poco o nada en la labor de las instituciones encargadas de combatirla, según IPSOS. Y a pesar de que en el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC), -elaborado por Transparencia Internacional- Chile sigue en una posición destacada respecto a otros países, nuestra posición relativa ha caído significativamente desde 2014, perdiendo el liderazgo regional.

Asimismo, el estudio “Los determinantes de la confianza en las instituciones públicas de Chile”, realizado por la OCDE, concluyó que sólo una de cada tres personas (30%) tiene un nivel alto o moderadamente alto de confianza en el Gobierno nacional en comparación con el 39%, en promedio, entre los países de esta organización.

Entre tanto dato negativo hay dos que llaman a un mayor optimismo: después de cinco años, en que los niveles de confianza en las empresas llegaron a mínimos históricos, los resultados del Barómetro de Confianza en las Empresas 2024, elaborado por la Sofofa, evidenció que el promedio de confianza en las organizaciones aumentó 13 puntos entre 2021 y 2024, similar al valor de 2019.

Otro aspecto positivo es que según la encuesta ‘La Voz del Mercado’, realizada por EY, la Bolsa de Santiago y el Instituto de Directores de Chile, la integridad, la ética y los conflictos de interés pasaron a ser una de las principales prioridades de los directorios en 2024.

Mirando hacia adelante, el 2025 disputaremos un partido clave en el propósito de reimpulsar y promover una cultura de integridad a nivel país. Aquí no nos jugamos simplemente un lugar más o menos favorable en un ranking. Lo que arriesgamos es mucho mayor y fundamental: fortalecer la confianza en nuestras instituciones, afianzar la democracia y favorecer el desarrollo económico y la inversión, mejorando con ello los estándares de vida de toda la población.

Este es un llamado de urgencia a los actores públicos y privados, a evitar normalizar conductas que tenemos que erradicar para siempre y, sobre todo, a pasar de los discursos a la acción.

El cambio debe ser promovido desde lo más alto (gobiernos corporativos) de las organizaciones y el Estado, acompañado de una cultura en valores y una comunicación eficaz sobre las implicancias éticas del comportamiento en todos los niveles; capacitando de forma permanente a los trabajadores, incorporando a nuestros jóvenes y priorizando una educación que incluya la ética y la integridad en los currículums educativos. Todo ello junto con una gobernanza robusta, protocolos de prevención y actuación, códigos de conducta y sistemas de denuncia asimilados y conocidos por todos; e incentivos y penas en concordancia con las faltas cometidas.

De todos depende revertir esta tendencia y construir las bases de una cultura de integridad en nuestras organizaciones y el país, marcada por liderazgos íntegros, transparencia, probidad y buenas prácticas.

*La autora es presidenta de la Fundación Generación Empresarial.