Recientemente David Bravo hizo notar ciertas contradicciones entre los datos del Registro Social de Hogares (RSH) y otras fuentes de información. En efecto, hay más de 9 millones de hogares en el RSH y 4,7 millones estarían en el 40% más vulnerable, mientras que la encuesta Casen (Encuesta de Caracterización Socioeconómica Naciona) de 2022 señala que hay casi 7 millones de hogares en total en el país. Además, el 50% del registro lo componen hogares unipersonales, en circunstancias que las encuestas del INE (Instituto Nacional de Estadística) señalan que solo sería el 19%.

El RSH se implementó en 2016 y es el principal instrumento que se utiliza para focalizar el gasto social, es decir, para asignar beneficios sociales del Estado. Para ello usa registros administrativos que cotejan la información proporcionada por las personas como los ingresos formales que se deducen de las cotizaciones a la seguridad social. Sin embargo, la composición de los hogares es una información que proporcionan las personas y no hay registros administrativos que permitan chequearlas, pero si hay incentivos a alterarla. Por ejemplo, el monto del IFE se iba reduciendo con el tamaño del hogar por lo que se recibía un mayor subsidio si se subdividían los hogares, y actualmente para recibir la gratuidad no es conveniente incluir perceptores de ingresos formales, entre otros incentivos.

Antes del RSH, la Ficha de Protección Social (FPS) era la herramienta utilizada para entregar beneficios sociales. La FPS se implementó en 2007 y asignaba puntajes a los hogares buscando reflejar la capacidad que tenían de generar ingresos, es decir, se buscaba medir la vulnerabilidad de los hogares. A mayor puntaje en la ficha menor vulnerabilidad y, por lo tanto, se reducían las posibilidades de recibir subsidios. Por construcción, los hombres sanos en edad de trabajar sumaban mucho puntaje, ya que tienen mayor capacidad de generar ingresos. ¿Qué ocurrió? Sistemáticamente comenzaron a desaparecer los hombres de los hogares, pero no sólo en la FPS también en las encuestas. Así, el índice de masculinidad (la proporción de hombres por cada 100 mujeres) en la Casen pasó de 95 en 2003 a 90,8 en 2011, caída circunscrita exclusivamente a los segmentos de edad de trabajar (Razmilic, 2014).

En definitiva, con el fin de obtener beneficios individuales hay demasiada gente dispuesta a recurrir al engaño. Esto no solo altera la información, sino que además perjudica a otros que sí deben recibir un beneficio y quedan fuera. Desgraciadamente no es la única materia donde observamos este comportamiento oportunista, un ejemplo particularmente decidor es la situación con las licencias médicas.

De acuerdo con una reciente encuesta de la Universidad Andrés Bello, un 51% de las personas sabe de alguien cercano que presentó una licencia médica falsa y el 65% no considera que sea un delito. Así, a estas alturas nadie se sorprende mucho cuando alguna autoridad tiene justo la mala suerte de enfermarse y presentar una licencia al ser cuestionada. El comportamiento oportunista no solo está extendido, sino también bastante validado en la sociedad chilena.

Ejemplos suman por miles, la familia que paga un almuerzo con factura, los que piden –y los que acceden— a no cotizar o que les coticen por el mínimo, la compra y venta de productos sin boleta, entre muchos otros. Es momento de hacernos cargo de este severo problema ético de nuestra sociedad y parar con la cultura de la trampa.

*La autora de la columna es investigadora del centro de estudios Horizontal