La familia nuclear ha sido un error

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“La familia nuclear ha sido un error”, planteó recientemente el intelectual David Brooks. Su controversial reflexión da luces para entender al proceso social de Chile y guarda paralelos con las formas de enfrentar la pandemia y la crisis financiera.


“La familia nuclear ha sido un error”, planteó recientemente el intelectual David Brooks. Su controversial reflexión da luces para entender al proceso social de Chile y guarda paralelos con las formas de enfrentar la pandemia y la crisis financiera.

El inédito confinamiento paró en seco el motor económico global, eliminando millones de empleos, empujando miles de empresas al borde de la quiebra, poniendo en vilo la cadena de pagos y amenazando un contagio financiero de bancarrotas, que destruiría complejas organizaciones y capital especializado, gatillando una depresión que tomaría muchos años y esfuerzo en revertir. La receta para evitarlo: salvar cuánto se pueda y diluir las pérdidas.

La tesis de Brooks rima. La familia nuclear es frágil. Mucho más frágil que la familia extendida y en comunidad que marcó casi toda nuestra historia. La tribu ha ido desapareciendo, erosionando la protección que otorgaba a los más vulnerables.

Somos testigos, sugiere Brooks, del más rápido cambio en la estructura familiar de nuestra historia. Sus causas -culturales, económicas e institucionales- se han gestado en pocas generaciones, coincidiendo con la migración del campo a la ciudad.

Las grandes e interconectadas familias instauraban normas sociales y protegían a los más vulnerables. Si una madre moría, un padre perdía el trabajo o un hijo enfermaba, siempre había otros -abuelos, hermanos, tíos y vecinos- listos para ayudar. En comunidad había pocas dudas entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo indebido. Se gestaba la generosidad y el respeto.

Ahora la fragilidad se acentúa cuando escasean los medios económicos. Las familias más acomodadas son más estables, porque, entre otras razones, pueden costearlo. En la escasez, es otra la película, bien lo refleja el largometraje Roma. Parejas pobres, madres solteras o maltratadas pueden llevar vidas brutalmente duras y desprotegidas. Sus hijos sufren, al igual que su salud y educación, erosionando sus oportunidades de desarrollo profesional, dejándoles menores chances de una familia estable. Y así sigue una espiral de hijos más y más aislados y traumatizados.

Hace unos meses, cuando estudiantes destrozaban sus aulas, “boicoteaban” la PSU y derrochaban su juventud, divino tesoro, nos preguntábamos, ¿dónde están esos padres? Justamente. Ese es el punto. “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, escribió Tolstoi. En nuestro tiempo, las familias infelices se parecen cruelmente unas a otras.

Ante tal desamparo las miradas se vuelcan al Estado y aparecen los derechos sociales. Otrora las pensiones eran los hijos; la educación, los padres. Ahora pedimos al Estado aliviarnos de la carga de unos y otros.

El Estado puede ayudar, pero nunca reemplazar a la familia ni la comunidad. Caso Sename, el ejemplo más macabro. “Mucho se habla de educación -escribió Dostoievski-, pero los buenos recuerdos de infancia, de la casa materna, son la mejor educación. No hay nada más excelso. Si alguien guarda suficientes, estará salvado”.

Hemos creado un mundo más libre para los individuos, pero más inestable para familias y comunidades. Durante un tiempo pareció funcionar, pero fue a costa de libertad profesional de las mujeres y de una creciente fragilidad que ha incubado un fenómeno muy peligroso. La fragmentación de la familia, la vulnerabilidad económica y la limitada capacidad del Estado exacerban el desamparo, pues bajo su sombra afloran narrativas maniqueas -nosotros contra ellos- y a veces violentas, en cuya sensación de pertenencia se acogen los más desamparados.

A días de una emocionante Teletón, debemos reconocer la alternativa al sombrío individualismo y al aplastante paternalismo del Estado. La tribu: la familia extendida y la comunidad. No solo debemos fomentarla, sino también reconocer su rol social. Por ejemplo, en el código tributario, en las políticas sociales, en el rol de la empresa y en las formas de trabajo.

Gran parte de nuestra relación con el Estado se basa en el RUT, expresión de eficiencia, pero también de profundo individualismo. Pero los RUTs no diferencian a quienes cuidan de sus ancianos, educan a sus hijos o sobrinos, sostienen a parientes minusválidos o hilan hebras en su comunidad.

El virus nos dio un remezón: recordamos que vivimos en comunidad. Nuestras acciones afectan a otros y nuestro bienestar no es ajeno al de los demás. Toda crisis tiene sus villanos, víctimas y héroes. Que el héroe de ésta sea la comunidad. Pues la prescripción de estos días -distanciamiento social- la venimos practicando hace décadas. Bien vale ilusionarnos que tras la pandemia acortemos nuestras barreras, nos acerquemos para reconstruir la familia extendida, la comunidad, las que deberían ser el verdadero núcleo fundamental de la sociedad.

-El autor es ingeniero civil UC y MBA/MPA de la Universidad de Harvard

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