"No se aprecia el valor del agua hasta que se seca el pozo", dice un proverbio inglés. De similar forma, la contaminación de la fuente de abastecimiento de agua potable en Osorno y las constantes fallas en el suministro nos recuerdan la importancia del vital elemento y lo vulnerables que podemos ser.
Una vez superada la emergencia, transparentando las responsabilidades y aplicando las respectivas sanciones, es necesario determinar si se requiere realizar ajustes al actual marco regulatorio, revisar cómo compensar a los ciudadanos y, sobre todo, evaluar si nuestras políticas públicas son adecuadas para proveer agua potable de manera permanente y segura a todos los ciudadanos.
Más allá de evaluar la continuidad de la concesión de una empresa en específico, tenemos que prepararnos con una mirada más amplia: además de la escasez de agua, habrá un mayor consumo de este elemento, y la probabilidad de que las fuentes de agua existentes se contaminen por la acción humana aumentarán producto del incremento previsto de la población (World Economic Forum, 2017).
Bajo este contexto, la Superintendencia de Servicios Sanitarios (SISS) adoptó la medida de fiscalización extraordinaria a las plantas sanitarias e identificación del riesgo de contaminación de las fuentes de agua, aportando medidas para reducir dicho riesgo. No obstante, las propias compañías deberían proactivamente invertir más en mantención y autorregulación, comprometiéndose a sostener los servicios básicos, con calidad y cantidad ante eventos de sequía o alta turbiedad.
La condición del recurso "más abundante" de la tierra es cada vez más crítica. Según la National Geographic Society, menos de un 1% del agua dulce es de fácil acceso. Por otra parte, la World Health Organization (WHO) en 2019 señaló que alrededor de 785 millones de personas carecen de servicio básico de agua potable a nivel mundial y que al menos dos mil millones de personas usan fuentes de agua potable contaminada con heces, cifras que sorprenden, pero que son una realidad. Y Chile no es ajeno a esta situación. Según un estudio de la Fundación Amulén y la Universidad Católica (2019), cerca de 380 mil viviendas no tienen acceso a agua potable.
Sumado a lo anterior, no se puede obviar el hecho de que Chile se encuentra en una de las zonas vulnerables a los impactos del cambio climático, por exposición y por riesgo. Pero hay más: Chile es un país vulnerable a sismos, deslizamientos, erupciones, tsunamis y, en ocasiones, hasta tornados.
Frente a todos los desafíos que enfrentamos y estamos por enfrentar, es clave estar preparados en todo el territorio nacional no solo con personal e instrumentos adecuados, sino también con redes de agua potable resilientes, capaces de absorber, anticipar, adaptar y recuperarse correctamente, de manera oportuna y eficiente ante una falla en su abastecimiento.
Naturalmente, esta búsqueda y preparación para lograr un país más resiliente requiere de inversiones importantes acordes a los desafíos. La tarea es inmensa en este sentido y hay que aportar con soluciones concretas que permitan liderar las acciones, principalmente en este contexto irreversible de cambio climático y eventos extremos.
Pero más allá aún, el Estado debiese fomentar la inversión en alternativas a corto y largo plazo para enfrentar los desafíos en temas de seguridad hídrica y en escenarios de emergencias. Los sistemas de captación de aguas lluvia y estanques, así como la infiltración en acuíferos subterráneos, son algunas de las soluciones para aumentar la oferta actual de acumulación de agua y alternativas de suministro.
La pregunta es: ¿Tenemos un marco regulatorio y una política de adaptación y mitigación acorde al desafío? Lo fundamental es garantizar el suministro para la vida de las personas y luego fortalecer el abastecimiento para los procesos productivos. La resolución del caso de Osorno debe servir de ejemplo para mejorar las políticas públicas y aprender la lección en todo Chile.