Esta semana marcó un hito clave para una de las sagas más dramáticas de Silicon Valley. Elizabeth Holmes, fundadora de Theranos, startup que prometía revolucionar la industria de la salud usando solo una gota de sangre para realizar análisis médicos, fue declarada culpable por fraude a los inversionistas. A esto se le suman cargos específicos de wire fraud contra tres de ellos: el hedge fund PFM Health Sciences, el family office ligado a la ex ministra de Trump, Betsy de Vos, y el reputado abogado del estudio neoyorkino Cravath, Daniel Mosley. Mosley, además de invertir a título personal en Holmes, recomendó entusiastamente la inversión a sus clientes de máxima confianza en Wall Street, quienes terminaron perdiendo cientos de millones de dólares.
La verdad es que esta historia parece sacada de una novela de Scott Fitzgerald: documentos fraudulentos, fiestas lujosas, viajes en jets privados, y los conflictos entre Holmes y su pareja que darán para muchos años de juicios. Obviamente, esto no ha pasado desapercibido para la cultura popular: Hulu está por lanzar una serie corta y Apple TV ya firmó los contratos para producir y distribuir la película Bad Blood. En la película, será nada más y nada menos que Jennifer Lawrence quien representará a Elizabeth Holmes.
Theranos, si bien es un caso evidente de fraude, también es una de las fallas más brutales del trabajo de due diligence y de gobernanza corporativa que se ha visto en el último tiempo. Algunos plantean que Theranos era un caso particular en Silicon Valley: en vez de buscar financiamiento con los Venture Capitalists u otros inversionistas institucionales, que en general ponen expertos muy demandantes en los directorios, Holmes optó por financiamiento privado. ¿Cómo lo logró? Curiosamente, con un directorio muy poco tradicional.
Una de las figuras más emblemáticas de su directorio era George Shultz, ex secretario de estado de los presidentes Nixon y Reagan y uno de los más influyentes estadistas y diplomáticos americanos, quien jugó un rol clave en el fin de la Guerra Fría. Shultz, quien hasta su muerte a los 100 años en febrero del año pasado mantuvo su oficina como profesor emérito en la Escuela de Negocios de Stanford, trajo consigo otros nombres de altísimo perfil al directorio, entre ellos el también ex secretario de estado Henry Kissinger, dos ex-senadores, marinos, y militares.
¿Qué se puede esperar de un directorio con ese perfil? Ciertamente, de algo sirvió al comienzo: muy buenos contactos y expertise para hacer negocios con el Estado lograron que la compañía batiera records en su levantamiento de fondos. Cuentan por ahí que los De Vos hicieron un due diligence muy superficial, ya que temían que su oferta de invertir US$100 millones fuera rechazada si hacían muchas preguntas. Claro, nadie quería quedarse abajo de lo que prometía ser el futuro Apple de la salud, concepto que Holmes se tomó tan serio que incluso comenzó a vestirse con los clásicos beatles negros de Jobs.
El problema es que Theranos es una empresa de alta tecnología médica. Antes de la reestructuración, a lo más dos de 12 miembros del directorio estaban ahí por sus conocimientos técnicos. Solo uno de los miembros, un ex CEO de Wells Fargo, venía realmente del mundo de los negocios. Además, el directorio de Theranos tenía, en promedio, 80 años. La experiencia seguro tiene un valor enorme al crear una compañía de este nivel, pero me cuesta pensar que incluso tipos tan excepcionales como Schulz y Kissinger puedan, a sus más de 90 años, cumplir con el rol de vigilante que se le tiene que exigir a los directores en una industria tan compleja como esta.
Si bien este caso digno de película hollywoodense parece ser lejano a la realidad nacional, hay mucho que aprender para las empresas locales. Como sociedad en general, y los inversionistas institucionales en particular, tenemos que exigirles a los directores que tengan un rol vigilante activo, y compromiso, dedicación y expertise para ensuciarse las manos y comprender profundamente los modelos de negocio y operación de la empresa. Un buen director debería, además de estudiar la industria, hablar constantemente con los trabajadores, visitar las oficinas, fábricas e incluso bodegas y entender cómo, cuándo, dónde y por quién se toman las decisiones de la empresa, desde las estratégicas a las más cotidianas, que en la suma son muchas veces las que marcan la diferencia.
Espero que en los próximo años veamos directorios cada vez más profesionales, que se les exija formación continua en temas de libre competencia, sostenibilidad y transparencia. Las empresas tienen que idear mecanismos para que exista una comunicación fluida entre el directorio, los ejecutivos y trabajadores, con canales efectivos para detectar a tiempo malas prácticas y potenciales espacios para mejorar la operación del día a día. No puede ser que la excusa siga siendo que el directorio no sabía lo que pasaba en la empresa.
Lo más irónico del caso de Theranos, es que el escándalo se hizo público por la persona que tenía línea directa con el directorio: Tyler Schulz, nieto de George, quien al darse cuenta de los estudios científicos fraudulentos y la falta de la control de calidad de los procesos, y después de ser ignorado por Holmes y su abuelo, decidió renunciar a la empresa, hacer una denuncia a la SEC y contar la historia a John Carreyrou, periodista del Wall Street Journal, que tuvo un rol clave en el destape de este escándalo. Esto le costó una pelea por años con su abuelo y una fortuna en abogados, pero este lunes celebraba en su cuenta de twitter: “Este ha sido un largo capítulo de mi vida. Estoy feliz de que se haya hecho justicia y de que esta saga esté finalmente atrás” y agregó “espero inspirar a otros jóvenes profesionales de hacer a sus líderes responsables”. Exijamos entonces a los George de nuestras empresas que aprendan a escuchar más a los Tyler.