Miedo al otro
Hasta cierto punto, la reacción de un grupo de vecinos de la Rotonda Atenas es entendible. Y es que protestar porque van a construir un edificio de departamentos sociales en un sector acomodado de la capital no es más que otro síntoma de la enfermedad que como chilenos venimos incubando hace ya varios años.
Ya Zygmund Bauman nos lo venía diciendo hasta el día de su muerte: tenemos un miedo visceral al otro. Un miedo líquido. Un miedo que lleva a mantener a distancia al otro, al diferente, al extraño, al extranjero, al inmigrante.
Desconocemos a tal punto al diferente, que preferimos construir muros en vez de puentes. En ese sentido, poco se diferencia el vecino y su cacerola con Donald Trump y su muro: ambos prefieren que exista un parapeto que los separe del otro que, como no es conocido, se tiende a vincular con los peores horrores: delincuencia, infracción y suciedad.
El problema no radica en protegerse de los delincuentes. El asunto está en asimilar al extraño con los delincuentes, cuando la realidad demuestra, por un lado, que quienes se irán a vivir a ese tipo de viviendas son ciudadanos de primera categoría y, por otro lado, que los delincuentes están en todos lados.
Además, vivimos un momento inédito en el que el "quien soy" es literalmente un bien de consumo -para muchos, el principal- y debo protegerlo de cualquier amenaza, además de potenciarlo y saber venderlo, por ejemplo, a través de esas mentirosas vitrinas que son las redes sociales.
Hoy, decía el mismo Bauman, no es necesario odiar a nadie. Basta con ser indiferentes y suspender nuestro sentido moral. Y eso es lo que ocurre actualmente con un grupo de vecinos en Las Condes. No es odio, es indiferencia. No es clasismo, es ignorancia.
Desde Tailandia nos llegan buenos ejemplos a seguir.
Cuando quedaron atrapados 12 adolescentes y su entrenador en una cueva en Tham Luang, el buzo australiano Richard Harris suspendió sus vacaciones en la zona y se sumó como voluntario a las tareas de rescate.
Sin buscarlo, se transformó en uno de los coordinadores de la operación y, literalmente, en el último hombre en salir de la cueva, tras preparar a cada uno de los atrapados para la delicada maniobra de rescate.
Pero hay más. Recién encontrados los niños atrapados, Samarn Kunan, antiguo miembro de las fuerzas de élites de la marina tailandesa, decidió dejarles su bomba de oxígeno a los adolescentes, ya que el aire escaseaba en la cueva.
Ese gesto probablemente salvó a las víctimas, pero le significó la vida al experimentado buzo, pues no logró salir a la superficie por sus propios medios.
Harris y Kunan se entregaron al extraño y al desconocido. Sin miramientos. Por eso, son héroes.
En Las Condes, en Santiago y en Chile hace falta ese heroísmo de ir en contra de la corriente y volcarse al otro.
Esta vez, el alcalde cosista-efectista no se equivoca.
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