Hace tiempo venimos escuchando que las personas están en una suerte de estado de "premiumización" de su comportamiento y consumo. Nos convencemos que los consumidores tienen hoy mejor acceso, mejores ingresos, gustos más sofisticados. "Queremos mejores cosas" nos decimos constantemente, pues nos las merecemos. Muchas veces ni siquiera tenemos que hacer algo especial para premiarnos, simplemente hacer algo ya es mérito suficiente para justificarnos una acción. Acción muchas veces ilógica y disonante con nuestras creencias.
La meritocracia la hemos sacado exclusivamente del ámbito social, y la hemos transportado también al mundo del consumo y la usamos egoístamente como justificación para algunas decisiones, incluso aludiendo a fines "sociales".
Leemos estudios que dan cuenta cómo crece el gasto en versiones mejoradas de categorías que usualmente se compraban más básicas. Comparamos más valor agregado, versiones más diferentes, en fin, mejores cosas que antes.
¿Pero qué está detrás de este proceso?
Compramos más caro que antes. Eso es una realidad. Pero también debemos entender que compramos diferente, pues muchos de nuestros estándares se han movido hacia arriba, muchas veces sin darnos cuenta. Por ello, nuestra canasta "básica" ya no es tan básica y dentro de ella tenemos a Uber, Netflix, 4G, conciertos, asados, etc. Es cosa de ver cómo se ha modificado en los últimos 10 años el cálculo del índice de precios al consumidor (IPC) y nos podemos dar cuenta que nos estamos volviendo más "premium" y menos "básicos".
Hoy han cambiado los estándares de lo que nos parece aceptable para nuestra persona. Lo premium hoy está fuertemente relacionado a cosas que no tienen ni siquiera un valor económico determinado en nuestra función de utilidad. Le asignamos valor perceptual al tiempo, a las emociones, a la información, la educación, comprensión, pertenencia, imagen personal. Lo que realmente significa "premium" se ha desligado del producto en sí mismo. Ya no necesariamente está amarrado a la historia de una marca con nosotros, a la calidad, al servicio o a características concretas de algo.
Nuestro yo social siente que merece mejores cosas, pues tiene una mejor vida que antes. Si antes soñábamos con tener internet, por ejemplo, hoy no somos capaces de aguantar una velocidad baja (y ni hablar de no tener conexión). Si antes queríamos tener un auto, hoy no nos imaginamos uno sin tecnología y comodidad. Si antes queríamos ser parte de un show de rock de nuestra banda favorita, hoy probablemente ya la hemos visto y vamos a varios recitales por año. Si antes nos conformábamos con un café instantáneo, hoy vemos normal comprarnos uno que venga en un vasito especial.
Nuestros estándares han cambiado, para bien o para mal. Y no necesariamente eso indica que seamos personas que privilegiamos lo premium. Lo que dice de nosotros es que no nos conformamos con lo mismo que antes. Es un cambio cultural profundo. Es algo que nos ha ido pasando que incluso refleja cierto egoísmo, pues muchas veces nos pone a nosotros antes que a todos en nuestras decisiones. Las personas tienden generalmente a alejarse de lo estándar. Y muchas categorías se han vuelto nuevos estándares.
Es el nuevo paisaje, nos guste o no. El desafío está en lograr que nos movamos desde lo personal a lo social por convicción. No sólo por imagen. Y esto es tremendamente difícil, pues implica un sacrificio. Y generalmente no nos gusta sacrificarnos, menos cuando sentimos que merecemos cierto nivel de posesiones, ya sean físicas o emocionales. Las marcas no la tienen fácil. Nosotros las personas tampoco.