La volatilidad cambiaria ha sido una de las características en los últimos meses, marcada, principalmente, por dos factores fundamentales. Por una parte, la velocidad con que la Reserva Federal normalice su tasa de política monetaria, pero también el impacto de la denominada guerra arancelaria entre Estados Unidos y China, en los países emergentes en general. En ese contexto, ya dos países han sentido con particular fuerza la retirada de dólares de este tipo de mercados: Argentina y Turquía. Pero de todos modos, el resto de los países, incluido Chile, ha observado movimientos relevantes en su moneda.

Hace pocos días la moneda cruzó en el intradía los $700, mientras que ayer se contrajo $12 hasta romper los $670. La volatilidad está en los mayores niveles del año.

Más allá de los problemas de corto plazo que los vaivenes puntuales de la divisa puede provocar, la política cambiaria flexible adoptada en Chile desde septiembre de 1999 ha sido una gran herramienta para sortear -y hacer los ajustes necesarios- los shocks externos, al tiempo que centró la misión del Banco Central en mantener la inflación en la meta.

La trayectoria desde entonces muestra depreciaciones en períodos de debilidad y fortalecimiento real del peso en períodos de mayor crecimiento, con algunos episodios en que ha sido necesaria la intervención -transparente y excepcional- del Banco Central cuando considera que los movimientos del tipo de cambio no están acordes a los fundamentos de largo plazo.

Lo anterior, acompañado con un bajo descalce en monedas extranjeras del sector privado chileno, que el propio Banco Central sitúa en torno a 10%, ayudan a que los períodos de depreciación relevante como en 2008, 2013 y 2015, no se produjeran problemas relevantes a nivel corporativo. Este es uno de los pilares del diseño macroeconómico del país que ha permitido diferenciarse a Chile de varias economías emergentes.