¿Por qué ir a votar? La pregunta toma particular relevancia con la participación electoral en 47% y cayendo. Las erradas encuestas buscaron justificaciones en los ajustes que estiman quiénes se quedarán en la casa y quiénes irán a votar. La misma firma encuestadora que esta semana mostró un empate técnico entre los candidatos, anunció que entregaría sus datos crudos para que cada uno haga su propia estimación de quiénes irán a la urna. Esa será la diferencia que dará la Presidencia a Sebastián Piñera o a Alejandro Guillier.
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La heterodoxia económica, con su homo economicus, sugiere que votar no sería del todo racional. En su preponderante análisis de costo-beneficio, el tiempo y la molestia de ir a llenar la papeleta nunca compensaría el beneficio del voto. En el margen, un voto más no hace la diferencia, dicen los más fervientes seguidores de Gary Becker. Varios del 53% arguyen esto desde sus casas.
Otros extienden la lógica económica. Desdeñan la marginalidad del voto y se entusiasman apoyando al candidato que, según sea su expectativa, mejorará el estado de su cuenta corriente. Sea esperando mejoras salariales o la apreciación de sus casas. O asintiendo a promesas que aliviarían su bolsillo, como el ofertazo de la condonación del CAE o la eliminación de las AFP. La puja, en palabras del rector Peña, o el capitalismo de izquierdas de Sergio Urzúa.
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Algunos participan por su concepción intelectual de la República Democrática, la cual se construye sobre la voluntad ciudadana. Su voto haría una diferencia, porque sostiene la legitimidad de un sistema que valoran, muchas veces porque conocieron en carne propia la alternativa. Aún viven mujeres que se ganaron en vida el derecho a votar en 1949. Y en la memoria nacional todavía perdura el desastre republicano de comienzos de los 70 y la consecuente pausa democrática de casi dos décadas.
Justamente, este tipo de vivencias alimenta las narrativas que cada individuo construye para explicar el mundo, proyectarlo y, según ello, tomar decisiones y realizar acciones. Son narrativas con un arraigo profundo; definen el tipo de personas que queremos ser. Forman parte de la necesidad de pertenencia que tenemos. El voto -con su casi nulo impacto en el resultado- sería como alentar a un equipo de fútbol: un esfuerzo apasionado que nos trae la satisfacción de ser parte de un grupo en el que nos identificamos.
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El psicólogo Drew Westen, en su libro Political Brain, sugiere que las elecciones políticas se definen por su carga emocional. Parte de su tesis la sostiene con interesante evidencia en que afiliados políticos, enfrentados a incómodos datos de sus candidatos, racionalizan rápidamente la información, buscando una explicación o descartándola como mentirosa.
Dos libros recientes, Identity Economics -del Nobel George Akerlof y Rachel Kranton- y The Moral Economy -de Sam Bowels- buscan conciliar la concepción económica con el comportamiento humano tomando principios de la sicología moral. En sus precisiones del homo economicus, establecen que nuestros sentimientos morales -simpatía y rabia, vergüenza y culpa, entre otros- han evolucionado para regular nuestro comportamiento. Elaboran que muchas de nuestras decisiones se ajustan a un ideal preconcebido, asociado a una cierta categoría social a la que buscamos adherirnos: ser una madre cariñosa; un católico o masón respetable; un vecino acogedor. Un colocolino o chuncho de corazón. Así decidimos y actuamos, no sólo para consumir, sino también para ser, o parecer.
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Esto nos trae satisfacción individual no sólo por cumplir con el deber ser, sino también por pertenecer. Mauricio Rojas y Roberto Ampuero, en sus Diálogos de Conversos, reconocen que el aspecto humano de "cambiarse de bando" (desde el MIR y el PC a la doctrina liberal) fue por lejos lo más duro. Sin duda es difícil. Primero hay que aprehender una narrativa alternativa y luego abrazarla.
En The Matrix sería encontrarse primero con Morfeo y luego tomarse la pastilla roja, a sabiendas de la dificultad que ello implica. Quebrar con amistades históricas, a veces con la familia, por una opción política. Este tipo de arraigo se intensifica con vivencias traumáticas, con la existencia de un enemigo común, con amenazas ilegítimas y abusadoras.
El trauma de Pinochet fue una ventaja de la izquierda. Pero con el tiempo, sus líderes fueron dejando atrás esa narrativa adhiriendo a una historia de modernización. Ese es el meollo del conflicto actual entre la Nueva Mayoría y el Frente Amplio. Y probablemente la razón por la que este último no apoyará a Guillier. Sería defenestrar su razón de ser.
En 2010, la derecha sacó ventaja a la Concertación con un mejor proyecto modernizador. Y quizás volverá a hacerlo frente a una izquierda revuelta. Sin embargo, cualquiera sea el resultado, le llegó la hora de levantar un proyecto comunitario donde siembre su verdadera razón de ser. Para ello, los grupos medios, prevalentes en la izquierda, serán un talón de Aquiles remediable sólo con un intenso trabajo en universidades, gremios, sindicatos, fuerzas armadas y asociaciones religiosas. Una tarea titánica, en la que la derecha no ha mostrado mucha habilidad, pero en ella se jugará su futuro.
*El autor es ingeniero civil PUC y MBA-MPA Harvard (@jieyzaguirre).