Muy pocas cosas pueden borrar la amplia sonrisa de la cara de Amado Boudou, el vicepresidente de Argentina. Ni si quiera la bola de nieve en que se han transformado las acusaciones de tráfico de influencias, lavado de dinero y enriquecimiento ilícito que ha desatado una tormenta legal y política.

Mientras que en el vecino Brasil la presidenta Dilma Rousseff ha despedido a siete ministros acusados de corrupción desde junio -todos ellos, tal como Boudou, negaron las acusaciones- el vicepresidente de Argentina parece seguro en su puesto.

La pregunta, sin embargo, a medida que la situación económica se complica cada vez más, es la medida en que los escándalos debilitan a la presidenta, Cristina Fernández, quien ganó la reelección con una victoria arrolladora en octubre, pero se enfrenta a difíciles elecciones de mediano plazo el próximo año en medio de una elevada inflación, débil crecimiento y multiplicación de controles de divisas.

“Creo que el costo político de perder a su vicepresidente, a quien escogió personalmente, sería alto”, plantea Alvaro Herrero, director ejecutivo de la ONG Asociación de Derechos Civiles de Argentina. “El dilema es si el costo político de protegerlo es incluso más alto”.

Nombrado como un premio a su lealtad y por ser el artífice de la nacionalización de los fondos de pensiones de Argentina en 2008, Boudou claramente ambiciona tomar el relevo de Fernández, que sólo puede presentarse a la reelección en 2015 si el congreso cambia la Constitución. Esos ambiciones se ven destrozadas a medida que sus intereses en los negocios y las finanzas personales están bajo la lupa y su estrella dentro de la administración se ha desvanecido.

Axel Kicillof, viceministro de Economía le ha usurpado a Boudou su rol como el “niño de oro”. Kicillof es escuchado por la presidenta y ahora ejerce un gran poder. Más sutilmente, la presidenta está convirtiendo  lo que solía ser la oficina de Boudou en un museo de la ex primera dama, Evita Perón, desterrándolo a un banco  al otro lado de la calle.

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