La publicación de los resultados de la Prueba de Selección Universitaria (PSU) viene usualmente acompañada de una multiplicidad de críticas. La distribución socioeconómica y geográfica de los resultados, las brechas entre establecimientos públicos y privados, hombres y mujeres, los bajos puntajes de los estudiantes de liceos técnico-profesionales, son un espejo que muestra de manera cruda las falencias de nuestro sistema educacional. Cuando vemos esas fallas convertidas en un número que influye significativamente en las oportunidades a las que puede acceder un joven, surge una disposición (que rara vez dura hasta marzo) por hacer cambios a este instrumento y al sistema de admisión.

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Esta fiebre estacional genera un incentivo político importante sobre algunos actores de la discusión pública por "subirse al carro" de la indignación y hacer propuestas cuyos objetivos no tienen nada que ver con los problemas de la prueba.

La iniciativa más común es la eliminación de la PSU. Dentro de esta idea, como el caballo de Troya, se esconde el objetivo de suprimir no solo los instrumentos, sino el concepto mismo de selección. Aunque pocas veces se entra en detalle, esta propuesta viene asociada con la idea de acceso garantizado (esto es que cualquier persona que quiera ingresar a cualquier universidad o carrera pueda hacerlo sin mediar ningún criterio de mérito académico, a costo del Estado) o de discriminación institucional (por ejemplo, que todos los estudiantes de los liceos públicos tengan asegurado un cupo por el solo hecho de postular).

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Sin perjuicio de las críticas a la PSU, la eliminación total de la selección no es adecuada para nuestro sistema universitario, que requiere de mecanismos eficientes para identificar a quienes cuentan con las competencias para aprovechar los cuantiosos recursos que la sociedad pone a disposición para formar a sus profesionales, científicos, intelectuales y artistas. Lo que debemos asegurar, y no lo conseguimos, es que mida efectivamente el mérito académico, y no el nivel socioeconómico. Si bien esto es extremadamente difícil, por lo menos es el verdadero problema a enfrentar.

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La segunda propuesta que se suele oír es la aparente necesidad de transferir el diseño y administración del sistema de admisión al Ministerio de Educación. En este caso, varias confusiones juegan múltiples malas pasadas. El organismo a cargo de la PSU y del sistema de admisión es el Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (Cruch) compuesto por las universidades estatales más las creadas antes de 1981 y sus derivadas. La tarea técnica es asignada al Demre de la Universidad de Chile, y el financiamiento recae fundamentalmente en la Junaeb. Frente a los problemas de la PSU, hay quienes sugieren, entre ellos el Gobierno en el proyecto de ley de educación superior actualmente en trámite, que centralizar el sistema de admisión en una subsecretaría solucionaría las dificultades. Pero si se valora la diversidad de proyectos educativos y la autonomía de las universidades, es preferible que sean las universidades las que administren, de manera conjunta o separadamente, su sistema de admisión.

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El rol de la subsecretaría debería limitarse a asegurar que este sistema no discrimine arbitrariamente y cumpla con criterios de transparencia. Sin perjuicio de esta discusión, las brechas de resultados que muestra hoy la PSU no variarán según quien administre el sistema, pues estas son un reflejo de las deficiencias de calidad y equidad de nuestro sistema escolar.

*El autor es investigador de Acción Educar.