No fueron sólo los tumultos en la plaza Tahrir los que provocaron la semana pasada la implosión de Mohamed Morsi y la mayoría islamista en el país más poblado del mundo árabe. A medida que se desarrollaba el golpe de Estado en El Cairo, Bashar al-Assad estaba haciendo una danza de guerra en la tumba de la Hermandad Musulmana.

"Lo que está pasando en Egipto es la caída de lo que es conocido como la política islámica", se regodeaba el presidente sirio en un periódico portavoz de su régimen, que está atrapado en un combate salvaje con una rebelión que está siendo secuestrada por los grupos sunitas.

No hay duda de que la Hermandad panislamista, un mítico movimiento desde su fundación en 1928, se ha autodestruido espectacularmente apenas un año después de que Morsi fuera elegido presidente por una victoria estrecha.

El partido político islamista, que tomó fuerza una vez que las convulsiones de la Primavera Árabe ubicaron a la Hermandad y grupos similares en el centro de gravedad política, definitivamente se ha paralizado. ¿Será que la arrogancia de la Hermandad en su tierra natal le asestó un golpe a la política islámica en todo el Medio Oriente?

La caída de Morsi fue tan extraordinaria como su ascenso. Fue sólo la segunda opción de los Hermanos luego que a Khairat al-Shater, su sub guía supremo, se le prohibiera participar, y en cambio, terminó a la cabeza de un gobierno de la Hermandad en las sombras.

Esos panislamistas, con el llamado de que el "islam es la solución", fueron supremamente organizados como una oposición semi oculta. Aún así, una vez en el poder, parecieron incapaces de encontrar las palancas del gobierno, dedicando en cambio energía a una serie de lealtades y secretismo en vez de eficiencia y transparencia como sus consignas.

En el caos tras la revolución de 2011 que derrocó la dictadura de Hosni Mubarak respaldada por el ejército, Morsi terminó en carrera con un vestigio del régimen. Si bien eso significaba que él sólo podría ganar con el apoyo de los liberales, izquierdistas y activistas jóvenes seculares, decidió contra la idea de incluirlos en una coalición, promoviendo en cambio un poder sectario detrás de un discurso de paternalismo impertinente. Morsi y la mayor apuesta de la Hermandad, paradójicamente, fue que podrían cooptar el ejército, al asegurar sus privilegios dentro de la Constitución de inspiración islamista con la cual embistieron en noviembre. Pero la Hermandad -y sus líderes- malinterpretaron la diversidad de una sociedad joven. Los generales flexibles de Egipto no cometieron ese error, y su acción reordenó el mapa regional.

Arabia Saudita, construido sobre una alianza de monarquía absoluta y absolutismo musulmán Wahhabi, felicitó el golpe con inusual prontitud, deleitado por el fracaso de una marca rival que supuestamente combinaría islam y democracia. Emiratos Árabes Unidos, en medio de una campaña contra la Hermandad, podría difícilmente contener su júbilo. El sultán al-Qassemi, comentarista del emirato, tuiteó que "Nasser, Sadat y Mubarak trataron de librarse de la Hermandad. Sólo Morsi pudo".

En momentos en que sauditas, emiratíes y kuwaitíes comprometen US$12 mil millones a Egipto, los ex patrocinadores financieros en Qatar y Turquía parecen ser los principales perdedores, a medida que los temblores en la región arrasan desde Gaza a Rabat.

El Sheik Hamad bin Khalifa al-Thani, el emir detrás de la política de Primavera Árabe de Qatar, abdicó el mes pasado a favor de su hijo -quien despidió a un primer ministro identificado como empático con la Hermandad. Persistentes reportes dicen que el Sheik Yusuf al-Qaradawi, un clérigo influyente cercano a la Hermandad, ya no es bienvenido en Doha. El emirato rico en gas es caricaturizado como una figura que muestra al depuesto Morsi escapando en un vuelo de Qatar Airways en medio de un montón de zapatazos.

Recep Tayyip Erdogan, el primer ministro neoislamista de Turquía también fue aliado de Morsi. "No puede existir un golpe democrático", dijo. Para el primer ministro turco, el mes pasado la rebelión de la plaza Taksim fue el preludio orquestado internacionalmente de un golpe.

No hay evidencia de que los árabes crean que el wahhabismo es la cara de su futuro. La manera como los sauditas y sus aliados lanzan sus miles de millones de dólares (así como los qataríes desplegaron su riqueza) muestra que saben que no están inmunes a una revolución al estilo Tahrir o Taksim.

Quieren llevar a la Hermandad de vuelta a las catacumbas y radicalizar la manera como los islamistas ven la democracia, como un truco occidental para alejarlos del poder. El mensaje que quieren enviar es lo que Essam al-Haddad, el asesor de política exterior de Morsi, escribió en Facebook la semana pasada durante el golpe: este "mensaje resonará en el mundo musulmán fuerte y claro: la democracia no es para los musulmanes".

© The Financial Times Ltd. 2011