Si uno piensa en la política en su sentido más amplio tiene que considerar tres dimensiones distintas, pero que se conectan, influyen y determinan recíprocamente. Primero está lo que podríamos llamar la dimensión valórica. Michael Sandel dice que “preguntar si una sociedad es justa es preguntar por cómo distribuye las cosas que apreciamos: ingresos y patrimonios, deberes y derechos, poderes y oportunidades, oficios y honores. Una sociedad justa distribuye esos bienes como es debido; da a cada uno lo suyo”. La batalla política es siempre, en última instancia (o en primera, según como se mire), una batalla por los valores en base a los cuales respondemos esa gran pregunta por lo justo.
Luego, dentro del entorno que proveen esos valores predominantes, se da la batalla política propiamente tal, esa en que distintos líderes defienden y compiten por un proyecto político, que supone el gobierno concreto de la sociedad colocando objetivos prioritarios, los medios y las acciones que permiten llevarlo a cabo. La batalla política no es un combate que se de en el mundo intelectual, sino en el de la acción, el de los liderazgos y las señales que nos permiten representarnos simbólicamente lo que encarna cada proyecto. Pero esa disputa, la que podríamos llamar política propiamente tal, se da en un entorno social y cultural. Por eso es que los valores imperantes en un momento dado son el aire que respiran los políticos, si este falta es imposible que su proyecto tenga la energía para ganarle a propuestas alternativas que sí se alimentan bien del entorno valórico/cultural en un periodo determinado.
Por último, están las batallas electorales, ésas en las que todo lo anterior se especifica en personas, discursos y símbolos concretos, que compiten por el apoyo popular. Las campañas y sus resultados son apenas la parte visible de un iceberg que está construido sobre los dos niveles señalados anteriormente y cuya profundidad es enorme. Lamentablemente una gran diferencia entre las personas con un pensamiento de izquierda y los de derecha está en que los primeros, aunque sea intuitivamente, actúan de manera muy consistente con esta triple dimensión de la política, razón por la cual la izquierda es tanto o más activa en la batalla cultural que en la política e incluso que en la electoral. Los políticos de izquierda, por su parte, jamás hacen ninguna concesión que implique debilitar los referentes valóricos en que se funda su proyecto político, ello establece límites muy claros a sus interpretaciones de la historia y su apego a diversas expresiones artísticas e intelectuales.
La derecha en cambio (uso esta terminología izquierda/derecha por razones meramente prácticas, pues es verdaderamente equívoca) tiene tendencia a quedarse con la parte visible del iceberg y a menospreciar toda esa otra enorme dimensión de la política, efectivamente menos visible, a la que la mayoría de sus políticos no le ven sentido práctico y suelen considerarla, cuando más, un ejercicio teórico de intelectuales “que nunca han hecho campañas”. Despacharse la legitimidad histórica del sector al que se pertenece es visto como señal de astucia, si con eso se sube en las encuestas; denunciar los abusos de los empresarios, es una manera de sintonizar con los “ciudadanos”, sin importar el efecto que ello tiene en el emprendimiento como una vocación digna de reconocimiento y mérito, ni menos en el efecto político que tiene el que saquemos el foco y el escrutinio respecto del gran abusador de la historia que es el Estado.
La respuesta que habitualmente escucho a razonamientos como el mío es que “Chile cambió” y que la derecha también tiene que cambiar, no podemos seguir defendiendo lo mismo que hace 20 años. Es verdad que las sociedades evolucionan y, en cierto sentido, cambian; por ello la dimensión electoral de la política es dinámica, cambia la forma de los discursos y el tipo de candidato. Pero creer que se puede separar estas tres dimensiones y ofrecer una alternativa electoral, con un proyecto político ambiguo y renegando de los valores propios, sólo conduce a derrotas como la de ayer.
Perder y ganar elecciones es propio de la democracia, nada grave se deriva de ello por si mismo. Pero ayer además de la derrota electoral pasó otra cosa mucho más grave, se verificó la derrota política y cultural de una derecha que, salvo contadas excepciones, hace rato que en toda disputa que vaya un milímetro más allá de lo meramente electoral pierde penosamente por walk over.
*Abogado Universidad Católica y columnista.