Una cura para quienes sufren del síndrome Lehman europeo




La manera en que los desequilibrios de la eurozona  se están desarrollando está envenenando lo que la solidaridad de la unión monetaria solía poseer. Pero no se aprecia de manera suficiente que esos desequilibrios fueron encabezados por inversionistas privados. Cuando el dinero fluyó desde, digamos, Alemania a España o Irlanda, lo hizo entre los administradores de los ahorros de los alemanes -bancos, compañías de seguros, fondos de pensiones- y los bancos irlandeses y españoles.

La crisis de deuda actual, también surge desde las decisiones de inversión privadas que podrían tener sentido de manera individual, pero que en colectivo son irracionales. Los políticos son incapaces de resolverlo porque han sucumbido a la misma irracionalidad.

En la primera década del euro estos inversionistas privados canalizaron enormes flujos desde los países ricos, viejos y con más ahorros a los más pobres, jóvenes de la periferia que parecían ofrecer mejores oportunidades de inversión. En la práctica, simplemente ofrecían clientes hambrientos.

Los inversionistas ahora están tratando de revertir esos flujos. La sequía crediticia en la periferia; los elevadísimos rendimientos en algunos países y muy bajos en otros; la renacionalización del sistema bancario europeo -son todos síntomas de países acreedores superavitarios tratando de repatriar los reclamos que han acumulado sobre los países deudores deficitarios.

Pero esto es imposible. Incluso si las posiciones de cualquier inversionista individual -de bonos soberanos de Grecia o de deuda bancaria de España- son líquidas (es decir, pueden ser canjeadas por su valor en efectivo), eso no es así para la clase de inversionistas como un todo. Esta es una característica general de los mercados financieros, no sólo de las inversiones transfronterizas. Dentro de una única y cerrada economía, los tenedores de depósitos bancarios pueden retirar su dinero de manera individual cuando quieran. Pero si todos los ahorrantes intentaran vaciar sus cuentas bancarias, lo harían, como en la película It’s a Wonderful Life de Frank Capra, descubren que sus “líquidos” fondos estaban cementados en casas construidas con hipotecas que sus depósitos habían financiado.

Así está ocurriendo en la eurozona. Los alemanes, franceses y otros ahorrantes podrían tener políticas sobre cuentas bancarias, pensiones y seguros. Pero la realidad económica es que sus ahorros están ligados a edificios irlandeses, españoles, de poco valor o a inflados salarios del sector público griego consumidos hace años. Estas posiciones no pueden liquidarse. A lo más se les pueden devolver, pero sólo si el crecimiento vuelve a los deudores.

El pánico de los inversionistas hace lo contrario. No pueden repatriar capital que ha sido invertido o consumido, pero su intento de hacerlo ha significado un abrupto freno en el nuevo financiamiento. La necesidad de la periferia de reducir los déficit de cuenta corriente es la principal causa de las recesiones. Al rechazar extender nuevo financiamiento, los inversionistas están arruinando su posibilidad de recuperar sus propias inversiones.

¿Qué pueden hacer las autoridades? La esperanza es que los mercados desistan de la ruina colectiva. Pero la esperanza no es una política. Si quieren tener influencia en los hechos, los líderes de la eurozona pueden o comprar lo que los inversionistas privados están vendiendo, o atenerse a las consecuencias. Lo primero es igual a un seguro de depósitos en una corrida bancaria. Se ha intentado en Europa, de manera tímida. Los fondos de rescate, refinanciamiento del BCE y compras de bonos no son nuevas exposiciones del centro a la periferia sino la sustitución de concesiones para los privados. Estos rescates de países acreedores del centro han alcanzado sus límites políticos.

Eso deja una opción: una reestructuración de las posiciones de los inversionistas. Eso ocurrió en Grecia y el mundo no se acabó.

Aún así, las autoridades de la eurozona sufren del síndrome Lehman: un temor de que la reestructuración lleve a un apocalipsis. Pero hay razones para pensar que es lo que las economías necesitan tras la borrachera del auge de crédito. Los inversionistas podrían volver -y el crecimiento con ellos- si necesitan que el temor no esté detrás de una fila de solicitantes. P

*El autor es escritor principal de Economía de Financial Times.

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© The Financial Times Ltd, 2011.

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