Debido a la obsesiva atención que reciben Michelle Obama o Samantha Cameron por lo que se ponen, se me ocurrió que cuando Michelle Bachelet asumió como presidenta de Chile este mes, nadie mencionó lo que estaba usando: una chaqueta larga estilo "navy" y una falda que le hacía juego con la banda presidencial blanca, azul y roja.
Incluso más notable, en una foto tomada ese día, Bachelet se encontraba en medio de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, que utilizaba una falda de tubo negra y una chaqueta sin cuello a cuadros, blanca con negro y con una aplicación de encaje negra; y la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, un vestido de encaje blanco bajo un abrigo blanco y zapatos del mismo color abiertos en las puntas. Nadie dijo nada de ellas tampoco.
Cuando se hizo alarde sobre la ropa de Hillary Clinton durante su última carrera presidencial, ella alegó que a nadie le importaría lo que se pusiera si fuese hombre.
Me parece que hay dos posibles razones por las que no se puso atención a cómo estaban vestidas: estas líderes son las excepciones que confirman la regla mencionada por Clinton, o son una clara señal de que es hora de una nueva regla.
Fernández era famosa, inicialmente, por sus vestidos florales o por su elecciones muy femeninas. Después, fue conocida por usar sólo prendas negras, pero una tenida muy distinta cada día, luego de que su marido, el ex presidente de Argentina, Néstor Kirchner, muriera en 2010. Luego, en enero, después de haber sido operada de una trombosis en el cerebro, empezó a aparecer en público con muchos trajes blancos, los cuales mostraban un simbolismo tan obvio (renacimiento, intenciones puras y así) que es difícil imaginar que los expertos no aprovecharan la semiótica.
Sin embargo, mientras obtuvo un poco de holgura por la cantidad de dinero que sus muchos atuendos y carteras Birkin deben haber costado, no provocaron nada como la cantidad de resentimiento que opciones similares hubiesen creado en otras partes. Por su puesto, como una amiga en Sudamérica recalca, eso podría ser porque son otras las cosas que hace Fernández que generan más resentimiento. Pero de todas formas, ¿es una coincidencia que Laura Chinchilla, la presidenta de Costa Rica, haya aparecido en la lista de los políticos mejor vestidos en 2013 en Vanity Fair mientras en su país, aunque es considerada una "power dresser", sus elecciones de ropa pasen ampliamente inadvertidas? Lo dudo.
¿Es esto un tema cultural? ¿Es un ejemplo de elitismo geopolítico que esos países obsesionados con la moda simplemente no prestan mucha atención hacia los líderes en los naciones del Sur? O ¿es un indicador de que luego de décadas de desigualdad cuando se trata de cómo hablamos y juzgamos a políticos hombres y mujeres, la cancha se está empezando a emparejar?
La respuesta es todas las anteriores. Una amiga especialista en América Latina señala dos corrientes de estereotipos cuando se habla de mujeres latinoamericanas y su forma de vestir. Una es que tienen buena presentación y que se ven de cierta manera. La otra se apoya en la idea revolucionaria Castrista/Guevarista de que la ropa es utilitaria.
Pero también hay un factor en juego que es más estratégico y universal. Mientras Fernández usa su vestuario como un medio de comunicación pública, Bachelet y Rousseff parecen haber adoptado un estilo parecido al de Angela Merkel: adoptar un uniforme.
En el caso de Merkel, el uniforme es un pantalón recto con una chaqueta contrastante de tres botones y bolsillos diagonales. Para Bachelet, el uniforme es un traje con falda de un solo tono. En el caso de Rousseff, el uniforme es una pollera recta y una chaqueta con mangas tres cuartos. La idea es que, al igual que su ropa, ella es constante y confiable.
Vestirse de esta forma tiene otra ventaja estratégica: una vez que la gente se da cuenta del uniforme, no hay mucho más que decir de él.
En contraste, Michelle Obama y Samantha Cameron proveen de opiniones interminables porque no usan un uniforme, se cambian de ropa continuamente porque ven como parte de su trabajo promover la industria de moda local.
Quizás, después de todo, esto no es un tema de género pero sí de trabajo. Y, quizás, es tiempo de que notemos la diferencia.
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