La noticia de la suspensión de clases esta semana en un liceo de Quinta Normal luego de la publicación de un video en YouTube con amenaza de “masacre” en el recinto, sorprende y asusta. Es difícil para la mayoría entender cómo alguien, y al parecer alumnos, podría amenazar de esa manera a otros niños y niñas, especialmente en un espacio como la escuela.
Pero no es un hecho ocasional. También se conoció de un grupo de estudiantes del Liceo José Victorino Lastarria de Providencia, que mediante un chat grupal en Instagram organizaban para realizar una agresión sexual a alumnas de otros establecimientos de la Región Metropolitana.
Previo a esos hechos, el 23 de marzo, un profesor de religión del Liceo Industrial Las Salinas de Talcahuano fue apuñalado por la espalda. Días previos, dos estudiantes de 14 y 16 años -en diferentes circunstancias y jornadas- también resultaron con heridas cortopunzantes, pero esta vez en Talca.
“Queremos hacer una condena permanente a todos los hechos de violencia. Sabemos que muchos de estos hechos involucran a niños, niñas y adolescentes menores de 18 años que son sujetos de derechos, por lo tanto, nuestra preocupación tiene relación también con las víctimas y victimarios”, indicó esta semana ante esos episodios de violencia escolar, el ministro de Educación, Marco Antonio Ávila.
Entender el fenómeno
El abrupto retorno a la jornada escolar completa luego de dos años de una normalidad interrumpida por la pandemia, han sido alguna de las razones que se han dado para entender el fenómeno. Pero, ¿todo se puede atribuir a la pandemia? ¿Qué ocurre con las y los adolescentes hoy?
“Es un problema sumamente complejo para el que no hay respuesta psicológica que no sea una reducción poco feliz”, señala el presidente de la Sociedad Chilena de Psicoanálisis ICHPA, Lucio Gutiérrez.
Sabido es que la adolescencia es un período de mutación, de transformaciones, dice Gutierrez “dónde la gran tarea de los jóvenes históricamente ha sido encontrar un lugar en el mundo y al mismo tiempo abrir espacios y producir transformaciones en el mundo”. Pero hoy, añade “podemos decir que estos son tiempos difíciles para la juventud”.
Son tiempos de transformaciones sociales profundas. De guerras. De nuevos modo de entender las diferencias sexuales. Pero además, de cambios políticos que “hacen tambalear la lectura del mundo desde el prisma machista heteronormativo caucásico”, sostiene.
Las y los adolescentes de hoy se enfrentan a un escenario hostil. Tal cómo Gutiérrez dice, a una etapa de virtualizacion de los vínculos, de funas, de “shitstorm” y de postverdad. “Tiempos también donde se aprecia el rebrote del fanatismo, los extremos y el refugio en lo sectario. En tiempos de transformaciones tan importantes surge al incertidumbre y anomia. ¡Que momento más difícil para ser joven y experimentar las propias transformaciones!”.
Vania Martínez, psiquiatra infantil y del adolescente, académica de la Universidad de Chile, directora del Núcleo Milenio para Mejorar la Salud Mental de Adolescentes y Jóvenes, Imhay, señala para comprender los factores precipitantes o gatillantes de la violencia en ese grupo etario, “no es solamente desde la salud y salud mental quienes podemos dar una respuesta”, para indicar que es un asunto complejo que requiere también áreas diferentes de intervención.
“Lo que se quiere evitar es esta relación lineal entre violencia y salud mental, porque puede resultar muy simple, no abarca todo el fenómeno”, dice Martínez sobre una relación que es estigmatizante y que condice a errores. “No todas las personas que ejercen violencia van a tener un trastorno o problema de salud mental, ni todas las personas que tienen problemas de salud mental van a ejercer violencia. De hecho es al revés, la mayoría de las personas que tienen problemas de salud mental son víctimas de la violencia”.
En ese sentido, el grupo, dice Martínez tiene problemas de salud mental, principalmente de depresión y ansiedad como los más frecuentes. También se agrega el consumo perjudicial de alcohol y otras sustancias, “un ámbito que también está presente pero en menor medida”.
Y no se trata de que solo la pandemia perjudicara su salud mental. Todas esas manifestaciones venían de mucho antes. “Desde el estallido social hemos visto cómo esto está con una alta prevalencia y sin una oferta adecuada para dar respuesta a los tratamientos, pero más grave aún sin planes de prevención de problemas de salud mental que nos ayuden a mitigar este fenómeno”, apunta Martínez.
Esa falta de ayuda se traduce en que, por ejemplo, si bien las muertes por suicidio no han aumentado, Martínez indica que sí ven con mucha preocupación cómo suben los casos de intentos de suicidio y por alto riesgo suicida. “Por lo tanto en términos de salud mental, si estamos ante un problema en esta población y no tenemos una respuesta adecuada”.
Un problema que se da en una época de mucha incertidumbre, ante lo cual Gutiérrez reflexiona: “Si antes la rebeldía era contra lo establecido, lo instituido, metafóricamente contra el orden paterno, y esos referentes han caído, ¿de qué o de quién me desmarco? La violencia surge allí donde no hay espacio para la escucha y el mutuo entendimiento. Es un modo de forzar una posición sobre otra”.
¿Efecto pandemia?
No es posible atribuir solo a la pandemia estas expresiones de violencia. Pero sin duda que pudo haber sido un factor que está influyendo de varias maneras.
La psiquiatra de la U. de Chile apunta a que los jóvenes tuvieron menos oportunidades de socialización, por lo tanto debilitaron sus capacidades para interactuar y resolver los conflictos de manera adecuada.
“Vivieron estas situaciones de forma muy conectados con redes sociales, en las cuales sabemos que hay un riesgo de cómo ahí se resuelven los conflictos que muchas veces son de una manera anónima sin una personalización. Y también han tenido más dificultad para regular sus emociones, algo que la escuela puede ayudar y lo que ahora podría favorecer sería una mejor educación emocional, priorizándola sobre algunos aprendizaje académicos”, destaca.
Al mismo tiempo hay que reconocer que no reciben siempre el mejor ejemplo. Es cierto, dice Martínez que han aumentado los problemas de tolerancia a la frustración, las dificultades para regular las emociones, lo que dificulta una resolución pacífica de los conflictos. Pero, “vemos cómo los ejemplos que reciben los jóvenes a través de las redes sociales y de sus mismas familias, no ayudan a que se los vaya educando de manera a que tengan una resolución adecuada de conflictos por vía del diálogo”.
Los conflictos entre conductores que agreden a otros sin mediar explicación. Pacientes violentos con especialistas de la salud. La agresiones en redes ante comentarios poco populares o el poder de las “denuncias ciudadanas” a través de un celular. Hasta situaciones extremas como los “linchamientos”, son solo algunos ejemplos de un ambiente violento. Y niños, niñas y adolescentes son diariamente testigos de aquello.
Así como los jóvenes, los padres y madres también están inmersos en la cultura y arrojados a la presión de ser “distintos”, sea lo que sea que eso signifique, añade Gutiérrez. “Si antes el discurso de la madre o padre al joven era ´cuando crezcas me entenderás´, hoy esos mismos padres no se lo creen. Pero no tienen alternativa tampoco cuando les dicen: ´sea un padre distinto, respetuoso, no autoritario, no dogmático´. Pero ¿como se resuelve el ocupar la autoridad sin autoritarismo? Si la autoridad del padre viene no de un mandato legal, sino de un vínculo afectivo”.
Hay salidas a esa problemática, pero involucran esencialmente trabajo personal. “Y si la experiencia clínica nos enseña algo es que en general los padres son reacios a hacer un trabajo personal y prefieren pensar que el lío lo tienen los hijos. Ojalá fuese de otro modo”, señala Gutiérrez.
“Por ejemplo, en una caricatura tenemos a los nuevos padres ´deconstruidos´, esos que no quieren poner ningún límite no bancarse el odio de los jóvenes. Pero ese odio es necesario para ellos. Ese odio integra la personalidad y da un referente. Están los ´padres digitales´ autoexplotados, desconectados de la crianza. O esos que quieren hacer de la crianza una ingeniería eficiente vía coaching, manual y tips de Instagram blogger. Y así muchos”, plantea.
¿Qué estamos haciendo algo mal? Para Gutiérrez, entre otras, se nos olvidó la centralidad de darle tiempo y dedicación a la crianza. Lo que se reemplazó dice por la ilusión de la eficiencia tecnológica y la instantaneidad. “La crianza buena es de a poco, juntos, aprendiendo de la experiencia, y equivocándose en el camino. Cualquier atajo empobrece”.
Como sociedad ante una situación así, Martínez agrega que efectivamente se debe partir por no vincularla exclusivamente a salud mental. Sin duda hay que atender de la salud mental de ese grupo. Pero también de los adultos. “Muchas veces vemos que estos problemas están reflejados también porque las personas adultas tampoco tienen las herramientas adecuadas”, dice sobre un fenómeno que requiere salidas no solo desde la salud mental, sino que también en coordinación con educación, “con lo que puedan hacer otros actores de la sociedad, incluidos quienes están a cargo de las políticas públicas”.