"Brutal y extensa ola de frío podría batir todos los récords. ¿Qué le pasó al calentamiento global?", tuiteó Donald Trump el 22 de noviembre de 2018. No era la primera vez que escribía tuits contra el cambio climático. Desde 2012 hasta 2015 publicó al menos 45, pero cuando apareció ese ya era presidente de EE UU. Sacaba pecho.
Según su razonamiento, que en noviembre hiciese mucho frío en el hemisferio occidental avalaba su decisión de retirar a su país del Acuerdo de París sobre el Clima de 2015, vinculante y suscrito por 195 países. En un momento en el que incluso el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo, China, se toma tan en serio la amenaza que anuncia su intención de alcanzar sus cuotas años antes de lo previsto, Trump se alinea con quienes la niegan.
Los científicos están de acuerdo de forma prácticamente unánime en que la actividad humana es la causante del ascenso de la temperatura del planeta. En 2013, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC en sus siglas en inglés), un organismo de expertos internacionales formado en 1988 bajo el auspicio de las Naciones Unidas, lo calificaba de "extremadamente posible", con una seguridad del 95%. Parecería indiscutible.
Pues no. Dos años después, en febrero de 2015, el senador por Oklahoma Jim Inhofe compareció en el Senado de EE.UU. con una bola de nieve. Antes de lanzarla, dijo: "En caso de que lo hayamos olvidado: seguimos escuchando que 2014 ha sido el año más cálido jamás registrado. Le pregunto a la sala: ¿Saben qué es esto? Es una bola de nieve, y eso significa que ahí fuera hace mucho, mucho frío". El nivel del argumento resultaría
"Si el 98% de la comunidad científica dice que existe el cambio climático, pero encuentras a cinco que defienden que no, mucha gente piensa que en realidad hay un 50% de posibilidades de que una de las dos posturas sea la correcta. La idea es convertir un hecho en solo una teoría", explica Marta Peirano, periodista y autora de El enemigo conoce el sistema, libro sobre la manipulación en Internet. "A esto hay que sumarle que el cambio climático es una amenaza que genera bastante culpabilidad en el público en general". Esa culpabilidad convierte a la mayoría de la humanidad en lo que el filósofo francés Bruno Latour llama en su libro Dónde aterrizar "quietistas climáticos". "Confiamos en que sin hacer nada, todo terminará por solucionarse", escribe el pensador.
Por ese hueco se cuelan los contrarios a la tesis del cambio climático. Intentan sembrar dudas. El negacionismo funciona desdeñando las premisas claves: o el problema no existe, o, de existir, el causante no es la humanidad. Pongamos el caso del físico Nir J. Shaviv. Él no niega que las temperaturas hayan aumentado, pero sí su origen. "El aumento de la actividad solar durante el siglo XX implica que más de la mitad del calentamiento debe atribuirse al sol, no a las emisiones humanas", escribió en un artículo en 2015. Cuando la comunidad científica refutó su argumentación, su reacción fue: "La ciencia no es una democracia". Pero por más que Shaviv considere que ciencia y política no se deben tocar, son políticos los que dan sostén a teorías como la suya. El senador de la bola de nieve, Jim Inhofe, publicó un libro en 2012, La más grande de las mentiras: Cómo la conspiración del calentamiento global amenaza su futuro. Uno de sus argumentos sale de la Biblia. Génesis 8:22. "Mientras la tierra permanezca, habrá tiempo de siembra y cosecha, frío y calor, invierno y verano, día y noche". Su explicación: "Dios está todavía allí arriba. La arrogancia de la gente que piensa que nosotros, los seres humanos, podríamos cambiar el clima me resulta indignante". Ahí donde le ven, Inhofe fue presidente de la Comisión de Medio Ambiente y Obras Públicas del Senado desde 2003 hasta 2007 (y después, de 2015 a 2017). Aprovechó ese puesto para erigirse en portavoz del negacionismo. Declaró en la Cámara que el calentamiento global es un hoax, un engaño; invitó a conocidos negacionistas a testificar en las audiencias del comité, y difundió su punto de vista desde la web del organismo, dirigida por su asesor personal Marc Morano, un propagandista que defiende evitar que los Gobiernos regulen las emisiones de gases de efecto invernadero.
El negacionismo del cambio climático es una amalgama que une a extremistas religiosos con ultraliberales, cargos políticos, científicos solitarios y grandes empresas con su aparato detrás. En muchos casos hay un trasfondo económico, pero en otros es meramente un rechazo ideológico. En agosto, Felipe Alcaraz, único senador por Vox, impidió que el Senado aprobase una declaración institucional de apoyo a las islas Canarias por los incendios que sufrieron este verano. Quería que se retirase una referencia a la lucha contra las causas del cambio climático. La declaración estaba siendo utilizada "para justificar postulados ideológicos progres", declaró.
"La derecha radical europea ha abrazado el negacionismo más como parte de la batalla política que por principios. Lo normal es que intenten no hablar siquiera de esta preocupación porque les parece una cosa de ecologistas, que son sus enemigos", dice el investigador de la Universidad Complutense Guillermo Fernández-Vázquez, autor de Qué hacer con la extrema derecha en Europa. Aunque explica que la postura de esos partidos puede variar si interesa. "Hay corrientes que intentan articular la preocupación medioambiental con una propuesta muy nacionalista. Venden la lucha contra el cambio climático como la defensa de su patrimonio natural. En ese sentido, el Frente Nacional francés trataba de conjugar estas dos cosas, con el argumento de que uno de los motivos por los que aman a Francia es por su riqueza natural".
Muchos consideran a estas corrientes ideológicas como tontos útiles de los verdaderos responsables del negacionismo: las grandes corporaciones que manejan las reservas de hidrocarburos. "La industria energética fue la primera que empezó a generar informes alternativos al consenso científico", argumenta Marta Peirano. "Exxon tenía informes sobre el cambio climático desde al menos julio de 1977, una década antes de que fuera de dominio público. Sabían qué pasaba y que lo que ellos hacían solo podía empeorarlo. Por eso era importante que aquello no se supiera".
Existe un consenso en considerar a los hermanos Koch, dueños de Koch Industries, como los principales impulsores de la duda sobre el cambio climático en EE.UU. Por separado, Charles y el recientemente fallecido David ocupaban los puestos 11º y 12º de la lista Forbes de personas más ricas del mundo. Juntos habrían estado en el 2º, entre Jeff Bezos (Amazon) y Bill Gates (Microsoft). Nacidos en 1935 y 1940 en Wichita, en su trayectoria hay una mezcla de ideología libertaria e intereses personales. En el libro Kochland, su autor, Christopher Leonard, muestra pruebas del papel de los Koch en la primera convención conocida de negacionistas. La reunión fue patrocinada en 1991 por el Cato Institute, un think tank ultraliberal con sede en Washington que los Koch fundaron y financiaron. Según Leonard, Charles Koch y otros magnates de los combustibles fósiles pasaron a la acción precisamente ese año, cuando el presidente George H. W. Bush anunció que apoyaría un tratado que limitase las emisiones de carbono, una amenaza para los beneficios de Koch Industries. "En ese momento, Bush no era un caso atípico en el Partido Republicano. Al igual que los demócratas, los republicanos aceptaron en gran medida el consenso científico sobre el cambio climático", escribe Jane Mayer, otra especialista en los hermanos Koch, en The New Yorker.
Según Kochland, la conferencia de 1991 se llamó Crisis ambiental global: ¿ciencia o política? Entre los oradores se encontraba Richard S. Lindzen, profesor de Meteorología del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), a quien se cita en el folleto diciendo que había "muy poca evidencia" de que el cambio climático fuera "catastrófico". Lindzen es un personaje contradictorio, un científico que hasta 2001 contribuyó a varios paneles del IPCC, pero que ya en los noventa empezó a expresar su punto de vista contrario a la teoría consensuada sobre el cambio climático. En 2017 envió una carta abierta a Trump urgiéndolo a abandonar las decisiones que tome la ONU sobre el cambio climático porque esas teorías, decía, "no están científicamente demostradas". La carta iba acompañada de una lista de 300 firmantes, presentados como científicos, aunque el periódico británico The Guardian reveló que pocos de ellos tenían conocimientos específicos sobre el tema.
También los científicos de Koch Industries repetían las tesis de la compañía, incluida la teoría de la conspiración: las élites habrían inventado el engaño del calentamiento global como una forma de unir a los estadounidenses contra un enemigo común después de la Guerra Fría. Philip Ellender, principal lobista de Koch Industries, según The New Yorker, afirmó en 2014 que la Tierra se había enfriado en los últimos 18 años. Incluso cuando otras ramas de la compañía podrían haberse beneficiado de las energías alternativas, los Koch consideraron que cualquier movimiento que pudiera reducir el consumo de combustibles fósiles era inaceptable. Proteger sus ganancias en ese campo era su prioridad. Kochland demuestra que los Koch, para lograrlo, trabajaron para hacerse con el movimiento Tea Party y, después, con el propio Partido Republicano. En 2010, los lobistas de la compañía gastaron grandes cantidades de dinero para acabar con lo que se considera el único esfuerzo legislativo serio del Congreso para grabar la contaminación por carbono, aunque la participación directa de los Koch era casi invisible.
La función de los lobbies energéticos es paralizar la acción gubernamental. Tienen influencia y dinero. Son una maraña de organizaciones y webs que se entrecruzan (Global Warming Coalition, Cato Foundation o National Association of Manufacturers). Montan congresos, emiten informes, financian publicaciones o compran voluntades para enturbiar el debate. El primer director de la Agencia para la Protección del Medio Ambiente nombrado por Trump era un escéptico, Scott Pruitt. Entre los escándalos de su gestión estuvo que la casa en la que vivía en Washington era propiedad de la mujer de un lobista de la industria energética. Pagaba 40 euros por noche, un chollo, y solo por las noches que dormía allí. El actual director de la agencia es un antiguo lobista del carbón, Alex Wheeler.
Paralizar el debate es una labor que han bordado, pero que les resulta cada día más complicada. Según una reciente encuesta, el 58% de los votantes republicanos de menos de 40 años se sienten preocupados por el cambio climático. Incluso se empiezan a oír voces dentro del Pentágono, que lo ven como un reto para la defensa nacional. En julio, el mismo Trump cambió ligeramente de opinión. En una de sus intervenciones públicas, y aun evitando hablar de cambio climático, declaró su amor por la "innovación medioambiental". La presión general es cada vez mayor y los negacionistas, aunque poderosos, cada día están más aislados, les resulta más difícil contradecir las evidencias y están pasando a la táctica from deny to delay (de negar a retrasar). Aceptar a regañadientes la posibilidad del problema, pero cuestionar las propuestas para revertir el fenómeno calificándolas de inútiles. La batalla ahora es contra el tiempo. En 2018, el IPCC preveía un máximo de 12 años para intentar contener el calentamiento de la atmósfera antes de que sea irreversible. Ya solo quedan 11.
* Esta historia apareció originalmente en
y es republicado en
La Tercera
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