El Covid-19 nos tomó a todos por sorpresa. Sin embargo, la aparición de enfermedades de origen animal con potencialidad de convertirse en pandemias fue advertida por científicos hace más de 10 años. Se han identificado 335 enfermedades surgidas entre 1960 y 2004, donde al menos el 60% provenían de animales. Más aún, en este momento existirían 10.000 virus potencialmente peligrosos para el ser humano.
El crecimiento de la población humana, que se proyecta en 9 billones de habitantes para 2050, conlleva una mayor demanda de recursos y un aumento en la degradación de los ecosistemas en todo el planeta. El uso de suelo para las prácticas productivas (e.g. agrícolas, la minería, etc) y otras actividades, nos permite obtener servicios de la naturaleza a costa de la degradación de importantes funciones naturales. Por ejemplo, los murciélagos, tan demonizados por causa del Covid-19, se alimentan de insectos, ayudando a controlar plagas, muchas de ellas transmisoras de enfermedades; otros ayudan a mantener diversas especies vegetales, actuando como polinizadores o dispersores de semillas.
De esta manera, la naturaleza provee de múltiples funciones beneficiosas que en ocasiones damos por sentadas.
Los humanos creamos las condiciones ideales para la propagación de enfermedades, ya que al degradar los hábitats de múltiples especies, derribamos las barreras protectoras que nos proporciona la biodiversidad. Como consecuencia, nos vamos acercando a las especies silvestres, promoviendo que los patógenos puedan pasar a los humanos, fenómeno conocido como zoonosis.
Por otra parte, disminuimos el efecto protector que tiene la biodiversidad en sí: en un sistema más diverso, los patógenos circulan entre muchas especies silvestres, disminuyendo la probabilidad de que pasen hacia los humanos. Este efecto de “dilución” nos otorga mayor protección mientras más diverso sea el ecosistema.
Durante mucho tiempo hemos creído erróneamente que estamos “fuera” de los ecosistemas naturales, pero nuestra salud no se encuentra separada de la salud de los ecosistemas y todos sus habitantes.
El cuidado de la salud global es un desafío extremadamente complejo, que de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS) necesita ser abordado a través de múltiples sectores que se comuniquen y colaboren para lograr mejores resultados de salud pública.
En este enfoque, denominado “Una sola salud”, profesionales de la salud pública, la salud animal, vegetal y medio ambiente, deben desarrollar una labor conjunta que permita diseñar y aplicar programas, políticas, leyes e investigaciones para disminuir los riesgos de zoonosis y otras amenazas, siempre bajo la perspectiva de que existe una interacción ineludible entre seres humanos y ecosistemas. Si no cambiamos la forma de enfrentar los desafíos en salud pública y los abordamos de una forma sistémica, la pandemia de coronavirus no será la última que viviremos en un futuro cercano.
Esto significa que, además de desarrollar vacunas o fortalecer los sistemas de salud a nivel global, se debe considerar el contexto socioecológico en el que surgen estas pandemias.
Por ejemplo, la existencia de un “mercado húmedo” en Wuhan, donde se vendían numerosos animales silvestres y que fue considerado como el punto de partida de la actual pandemia, debe ser un tema no tan solo de los gobiernos locales, sino que también de la comunidad internacional.
Para generar cambios a largo plazo, se debe incluir dentro de las soluciones un cambio cultural en la manera en que el ser humano se comporta e interactúa con su entorno natural. Así, una sociedad post Covid-19, requiere reconocer el valor protector de la naturaleza, donde se priorice la mantención de una biodiversidad y ecosistemas sanos, ya que la salud de la naturaleza es una con la salud de la humanidad.
* Karin Maldonado, académica Facultad de Artes Liberales UAI
* Dra. Natalia Ricote M., Center of Applied Ecology and Sustainability (CAPES) Pontificia Universidad Católica de Chile