La identidad es considerada como un fenómeno subjetivo, de elaboración personal, que se construye concreta y simbólicamente en interacción con otros. Como plantea la autora feminista Marcela Lagarde, la identidad siempre está en proceso constructivo, no es estática ni coherente y no se corresponde mecánicamente con los estereotipos. A su vez, tiene varias dimensiones: la identidad de género asignada, la identidad sexual, la identidad corporal, y la identidad asociada a roles, todas las cuales se encuentran entrelazadas.

Las personas, al construir una identidad individual y colectiva, adquieren una sensación de seguridad y estabilidad. Por tanto, su construcción no es solo un proceso psicológico interno, sino que también es una dinámica intersubjetiva y sistémica que involucra íntimamente a la familia, los y las amigas, seres queridos y todas las relaciones sociales. Según la trabajadora social clínica estadounidense Arlene Istar Lev, el entrelazamiento congruente de las dimensiones identitarias es un reto singular para las personas trans* o de género no conforme, porque para ser quien está destinada a ser, la persona debe desafiar normas, expectativas de su entorno cercano y lo que la estructura social en su conjunto propone como condiciones de pertenencia a un grupo determinado. Por lo tanto, deben romper con una buena parte del proceso de construcción de la propia identidad, desafiando sobre todo la certeza generalmente aceptada de la estabilidad del sexo biológico y el género que la mayoría cree fijo e inmutable.

Uno de los aspectos más complejos de este proceso es la construcción de la identidad corporal. El escritor y psicoanalista S.J Langer plantea la existencia de un sí mismo que se desarrolla a través de una interacción de la imagen corporal y el esquema corporal. La primera proviene del campo visual —procesos externos—, mientras que el esquema corporal recibe sus señales de procesos internos como señales propioceptivas e interoceptivas.

Autores como Donald Winnicott y Heinz Kohut, plantean que, durante el desarrollo de su identidad, el/la niño/a se ve a sí mismo/a en el espejo de quienes le cuidan, en un proceso interactivo llamado espejamiento, que es fundamental para el desarrollo de una identidad coherente. Este proceso incluye, para la mayoría de las personas, que el género que se refleja en los demás coincida con su propio concepto e imagen de sí. Sin embargo, para el niño/a que no se conforma con su género asignado, el sentido de sí mismo/a no suele verse reflejado en el rostro y mirada de sus cuidadores/as.

Langer argumenta que un pobre espejamiento exacerba la dificultad del niño/a para conectarse a un cuerpo, lo cual interrumpe la comprensión del individuo de sus sensaciones interoceptivas y propioceptivas. Si la imagen corporal del niño o niña se desarrolla a partir de un espejo de género incongruente, contrasta con su esquema corporal y la sensación interna de sí misma. Los y las niñas aprenden rápidamente que la conciencia de su género en privado está en desacuerdo con lo vigilante que debe ser su autoconciencia social en términos de género. Este es un proceso complejo y rara vez articulado para la mayoría de los/as/es niños/as/es trans*. Ellas/os/es comienzan a manipular consciente o inconscientemente su comportamiento alejándose de su esquema corporal hacia una imagen y expresión corporal que coincide con las expectativas de los otros significativos.

Debido a la falta de visibilidad de la variación de género en nuestra sociedad y el estigma asociado a ello, la experiencia transgénero de niños y niñas puede ser de una profunda incongruencia en el centro de su ser, y es este sentimiento subjetivo el que define su confusa experiencia identitaria. Para resolver esta confusión desarrollan una identidad acorde a lo que la sociedad impone y, en paralelo, una identidad que se mantiene en su interior y en secreto. Debido a que esta identidad invisible para los demás no tiene espejo, comúnmente tienen más dificultades para identificarse con otros, para adquirir nuevos roles y experimentar la sensación de valoración y seguridad. El gran desafío para la persona transgénero, y probablemente el más importante precursor de problemas psicológicos, es que la identidad trans* ha sido ocultada a los demás a través del desarrollo. Para muches, su historia permanece en secreto durante toda su vida.

La psicoterapia puede, en parte, reparar esta experiencia otorgándole a la persona trans* un espacio seguro en que sea vista, escuchada y comprendida. La empatía y el espejamiento son necesarios para abordar las deficiencias tempranas del desarrollo, proporcionando una experiencia emocional correctora y afirmativa. Como plantea Lin Fraser, para las personas trans*, el o la terapeuta suele ser la primera persona que ve realmente el yo auténtico, incluso antes de que surja. Es quien recibe y conoce el secreto, y, literalmente, ayuda a la persona – si esta lo desea- a salir del closet.

**Director Centro de Estudios en Psicología Clínica y Psicoterapia (CEPPS) UDP y director de Proyecto T Diplomado en Psicoterapia y Salud Mental en Diversidad Sexual de Género y de Relaciones UDP.