A comienzos de la década del 70, un contratista de defensa de Estados Unidos con el descriptivo nombre de “Survival Technology”, se adjudicó una licitación que cambiaría, para bien, la vida de millones de personas (aunque para eso faltarían aún muchos años).
En aquel entonces, el Pentágono, anticipando un escenario geopolítico donde alguno de sus adversarios utilizara armas químicas, encargó el desarrollo de un dispositivo portátil para que sus tropas se auto-administraran el antídoto, rápidamente, de manera segura y sin mayor entrenamiento. Casi una década después, el uso masivo de este tipo de arma, durante la guerra entre Irán e Irak, demostró la necesidad de contar con la tecnología que, años después y en el mercado civil (o mercado dual), se conocería como “EpiPen”, y que gracias a la visión de uno de los ingenieros a cargo del proyecto se transformó en un arma indispensable para quienes sufren alergias severas.
Así como este, son muchos los ejemplos de tecnología militar, desde internet hasta el horno microondas, que nacen moldeadas por una determinada realidad geopolítica y especificaciones tácticas, y que muchas décadas después se han incorporado a nuestra vida diaria, gracias a la colaboración sistemática entre la defensa y el mundo civil de las universidades, centros de investigación, empresas e inversionistas (“el ecosistema”).
Afortunadamente la situación geopolítica de nuestro país es menos compleja, pero no exenta de necesidades tecnológicas. Muchas de ellas no pueden resolverse adquiriendo la solución a terceras partes, ya sea por costo, interés nacional o simplemente porque la solución no existe en el mercado. Esto debió ser un catalizador para que el ecosistema creciera junto con la defensa, pero en la práctica evolucionaron de manera independiente.
Por supuesto que han existido numerosos casos de trabajo conjunto, siendo el diseño y construcción de ventiladores mecánicos entre las empresas estratégicas de defensa (EED) y algunas universidades, el caso más reciente. Sin embargo, como se trata de proyectos acotados, sus resultados -aunque importantes- no logran el efecto multiplicador que se espera de una colaboración sistemática.
No se trata de falta de visión, capacidad o complementariedad de las partes. Ya en la versión 2010 del Libro de la Defensa, documento oficial que plasma la política nacional en esa materia, se hace explícito que la ciencia, la tecnología y la innovación son factores claves en el desarrollo de la defensa, haciéndose aún más específico el mandato de colaboración con el ecosistema en sus versiones posteriores. Por otra parte, la posición de Chile en los rankings internacionales de ciencia, y los múltiples y exitosos proyectos de I+D+i que tanto las FFAA y EED ejecutan de manera casi rutinaria, dan cuenta de una complementariedad que pareciera casi perfecta. Desafíos propios del sector, como el acceso a información sensible o los sistemas de adquisición pública en general, y de defensa en particular, hacen más engorroso el proceso de I+D+i conjunto, pero eso no parece ser causa suficiente para esta falta de colaboración.
Una posible respuesta la podemos encontrar en la orientación de las capacidades de ambos mundos. En efecto, la investigación científica suele orientarse solo por la curiosidad. Y aún en los casos en que se investigue su aplicación práctica, esta suele ser guiada por criterios académicos, más que por un conocimiento acabado de la realidad operacional en que se insertará la potencial solución. Por otra parte, en el caso de las FFAA y EED, de manera generalísima, su trabajo se ha volcado en resolver desafíos propios de la defensa, sin considerar la posible aplicación dual de sus soluciones.
Este es precisamente el gran cambio. Tanto el Plan Nacional Continuo de Construcción Naval como el Sistema Nacional Espacial, programas de gran envergadura y ambición, proveen un marco estratégico y doctrinal para la colaboración sistemática desde la defensa, con el ecosistema, y para el país. Tales programas tienen como objetivo el desarrollo de capacidades para la defensa, pero su diseño considera de manera muy relevante el trabajo conjunto con el ecosistema y la dualidad de sus soluciones. Más importante aún, estos programas asumen su rol de fomento y buscan, explícitamente, servir como motor de desarrollo de la ciencia, la tecnología, y de la matriz productiva del país.
El camino no está exento de dificultades. Las diferencias de cultura organizacional y el control de expectativas asoman como las principales. No obstante, hay importantes puntos en común en ambos mundos, como la vocación de servicio, la rigurosidad en la ejecución de tareas y la planificación a largo plazo. Estos son los aspectos que nos permiten ser optimistas respecto a los resultados de esta colaboración, que tiene el potencial de convertirse en un pilar fundamental del desarrollo de Chile, con la participación no solo de la defensa y el ecosistema de I+D+i, sino también de la sociedad civil y sus autoridades.
*Director ejecutivo de Know Hub Chile