Columna de Julio Labraña: “Acreditación, educación superior y las paradojas de los indicadores”
La acreditación se ha convertido progresivamente en el estándar de calidad para las instituciones de educación superior. Dicha asociación no es por cierto necesaria, sino que es el resultado de una compleja evolución histórica. La forma actual puede rastrearse a los primeros debates sobre evaluación externa en el marco de la Comisión Nacional de Acreditación de Pregrado y la de Postgrado en la década del 2000. Solo luego, de la mano de la creación de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA) el año 2006, la evaluación externa de la calidad se consolida dentro del sistema de educación superior, marcando la necesidad de la instalación de una lógica de autoevaluación y mejoramiento continuo dentro de las instituciones de nivel superior.
Al día de hoy, la CNA se ha convertido en el estándar de calidad en el sector. La reciente entrada en vigencia de las nuevas dimensiones, criterios y estándares de la Comisión Nacional de Acreditación consolida más profundamente su relevancia en la evaluación externa de la calidad, estableciendo altas expectativas para el funcionamiento de las instituciones de educación superior.
Los impactos de la evaluación externa son indudables. Por una parte, se ha garantizado un mínimo de calidad transversal al sector, asegurado que las instituciones cumplan con los estándares exigidos, creando así un marco de confianza para estudiantes, familias, empleadores y la sociedad en general. Sumado a lo anterior, y quizá más relevante desde una perspectiva de modernización, es que las evaluaciones de la CNA ofrecen a las instituciones la oportunidad de reflexionar sobre sus acciones, dándoles una mirada externa sobre las cuales ellas, de considerarlo adecuado, pueden implementar reformas internas y mejorar de ese modo su quehacer.
Sin embargo, al mismo tiempo, la focalización en la evaluación externa puede generar una rigidez burocrática que limite la innovación y la adaptabilidad de las instituciones, haciendo que estas prioricen cumplir con requisitos formales por sobre la adaptación a las cambiantes necesidades de su medio, las características de las regiones donde operan y sus propósitos misionales. Acreditación puede conducir entonces a homogeneidad en la forma de la adopción de un modelo de institución, adecuado a las expectativas de la evaluación externa, pero insuficiente para reconocer el carácter único de cada una de las instituciones de educación superior.
Este es un clásico problema identificado por la teoría de las organizaciones y enfrentado día a día por las instituciones universitarias, técnico-profesionales y de fuerzas armadas, de orden y seguridad pública. Dicho problema consiste en que, con el tiempo, el signo reemplaza la realidad que le dio origen, pudiendo recibir como resultado mayor atención el indicador de calidad que la búsqueda de calidad en sí.
Precisamente en esto radica la paradoja de los indicadores: ellos sirven para conducir la acción de las organizaciones, pero a la vez involucran el riesgo de reducir toda evaluación interna a su logro. Enfrentar esta situación no requiere de abandonar el uso de indicadores, sino precisamente fortalecer la reflexión como un valor organizacional. Este atributo permite a las instituciones mantener un equilibrio entre responder a las expectativas externas y al mismo tiempo cultivar su identidad —y aquella de su medio relevante. Una reflexión constante sobre su propia práctica les permite a las instituciones reconocer las potencialidades y limitaciones de los indicadores y utilizarlos en cambio como una herramienta para avanzar en su visión.
En uno de sus mejores cuentos, “Del Rigor en la Ciencia”, Borges habla de un Imperio, versado en el arte de la cartografía, cuya búsqueda de la perfección les lleva a crear un mapa tan grande como el territorio, dejando ser útil como guía. Algo similar puede señalarse respecto de la relación entre instituciones de educación superior y acreditación: en la búsqueda incesante de alcanzar estándares externos precisos, puede llegar un momento en que el proceso de acreditación, en lugar de servir como herramienta que guía la mejora continua de las instituciones, se convierta en un fin en sí mismo. Es un delicado equilibrio el que las instituciones deben manejar entre cumplir con las expectativas externas y preservar su autonomía y misión intrínseca.
*Director de Calidad Institucional Universidad de Tarapacá
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