El dicho popular “Ojos que no ven, corazón que no siente”, lo podemos aplicar en astronomía, pero de manera inversa, porque existen instrumentos de última generación que no necesariamente “ven”, pero que, a diferencia del refrán, sí “sienten”.
Desde hace siglos muchos científicos han intentado entender la luz, su composición y cómo se comporta. En el siglo XVII Isaac Newton, el que para mí es el físico más importante de la historia, hizo un descubrimiento clave en este aspecto. Usando un prisma de cristal se dio cuenta de que la luz blanca estaba compuesta por luz de todos los colores, lo que incluso inspiró la carátula del disco “The dark side of the moon” de Pink Floyd.
Doscientos años después, el astrónomo William Herschel realizando experimentos análogos a los de Newton, descompuso luz blanca, generando este arcoíris de colores, y con un termómetro se dio cuenta de que cada color tenía una temperatura distinta. Además, notó que si ponía el termómetro más allá del color rojo, donde terminaba este arcoíris, este seguía midiendo una temperatura para un color, que a los ojos de Herschel, era invisible. Así fue como se descubrió la luz infrarroja que hoy ocupamos de mil diferentes maneras.
Gracias al aporte de diversos investigadores, hoy en día sabemos que la luz se comporta como onda y partícula, y que además tiene diversas longitudes de onda, diminutas y gigantes, a lo que llamamos “espectro electromagnético”, compuesto, por ejemplo, por rayos gamma, rayos X, ultravioleta, visible, infrarrojo, microondas y ondas de radio. Además, sabemos que toda la materia, dependiendo de su temperatura y/o composición, emite luz de algún tipo del espectro electromagnético.
Así es como los astrónomos empezaron a estudiar el Universo usando la valiosa información proveniente de esta luz, que es invisible a nuestros ojos, pero detectable de variadas y elegantes formas. El más claro ejemplo de esto es el radiotelescopio ALMA, localizado en el valle de Chajnantor, al sureste de San Pedro de Atacama. Este observatorio está compuesto por 66 antenas, las que logran recibir la información que emiten distintos objetos celestes en forma de ondas de radio. Otro ejemplo es el telescopio VLT ubicado en Cerro Paranal, al sur de Antofagasta. Este telescopio tiene instalados algunos instrumentos que permiten recibir y observar luz infrarroja proveniente del cielo.
El gran problema a la hora de estudiar los distintos espectros de luz que llegan del Universo es la atmósfera, una capa de gas que cubre la tierra y nos protege de la luz o radiación dañina para gran parte de los seres vivos. La atmósfera impide el paso de muchos tipos de radiación (como los rayos X o gamma), dejándonos sin mucha información valiosa para entender fenómenos del Universo, como los agujeros negros que emiten gran cantidad de rayos gamma.
Sin embargo, la audacia de ingenieros y científicos durante el siglo pasado, lograron construir telescopios espaciales, que pudieran salir de la atmósfera terrestre, y observar desde afuera toda esta luz que no podemos ver desde la superficie de la Tierra. Los ejemplos más mediáticos son el telescopio Hubble y el James Webb, el primero revolucionó la astronomía de la segunda mitad del siglo XX, y el segundo está comenzando a revolucionar la astronomía actual.
Así, después de siglos de investigación y desarrollo tecnológico, los telescopios son capaces de ver lo que nuestros ojos no pueden. En realidad, algunos telescopios no ven lo mismo que nosotros, ven muchísimo más.
Camilo González Ruilova, doctorado de la Universidad Diego Portales y el núcleo milenio YEMS. Colaborador de la Fundación Chilena de Astronomía.