Me encontré con una querida profesora quien me hizo clases durante cinco años, en plena adolescencia. Además de ponernos al día, quise demostrarle la gratitud que siento por ella y por muchos de los pedagogos que formaron parte de mi educación. Al comentar mi encuentro con esta profesora en el grupo de chat de mi generación escolar, se abrió rápidamente una discusión: quiénes habían sido buenos o malos educadores, algunas metodologías que ejercían con nosotros y que hoy resultan malas prácticas docentes, todo, entre risas y algunas lamentaciones. Llamó particularmente mi atención un compañero que hizo un catálogo de los profesores a los que les pediría perdón por no haber sido lo suficientemente amable o no haber tomado el peso de la asignatura que dictaba.
Después del estallido social, más dos años de confinamiento producto de la pandemia, muchos estudiantes pisan el aula universitaria algunas veces sin saber qué decir o qué se espera de ellos, puesto que finalizaron su escolaridad tras una pantalla. Por lo mismo, pienso que ese rol que cumplieron algunos de mis profesores de colegio lo tomamos hoy los educadores universitarios, pues muchos estudiantes ven en nosotros no solo a personas que les enseñan sobre filosofía, arte, o neurociencias, sino que ven a personas que tienen no solo el entusiasmo de enseñar, sino que muchas veces, también de escuchar. Creo que somos una suerte de bisagra, pues muchos jóvenes no tuvieron el contacto diario con sus profesores durante los últimos años de su escolarización y ahora lo están teniendo con nosotros y, por lo mismo, esperan que podamos no solo enseñarles algo relativo a nuestras áreas de expertise, sino que, por sobre todo, buscan contacto humano.
Creo que esa es la diferencia entre un profesor y un maestro: el primero puede que deje una traza como una estela que se desvanece rápidamente, una persona, como tantas, que solo “pasa” por la vida de otra. En la segunda categoría se encuentran los maestros, aquellos que nos oyeron cuando necesitábamos ser escuchados, que vieron cuáles eran nuestras fortalezas y sacaron lo mejor de nosotros, aunque reconocieran también cuáles eran nuestras debilidades. Creo escribir estas líneas con un doble propósito: el primero, y quizás más evidente, es hacer patente la necesidad de que haya buenos profesores en el aula, tanto escolar como universitaria; el segundo, dice relación con la confianza que se ha depositado hoy en los docentes universitarios para impartir asignaturas a una generación que ha tenido baches y dificultades, y por lo mismo, hacer un llamado, para que nunca falte en nuestras salas de clases la palabra que sabemos que “ese” estudiante necesita, esos minutos extra para que tome confianza en sí mismo y pueda compartir su opinión o dar una respuesta. Creo que se espera que hoy seamos más maestros que profesores, lo que puede resultar toda una osadía, pero no está de más el esfuerzo.
*Académica de la Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez.