Hace unos días comencé a leer un libro de Stanislaw Lubienski , polaco, quién, además de escritor, es ornitólogo; de ahí que no resulte sorprendente que su título sea Mirad las aves del cielo, haciendo, creo yo, una clara referencia al versículo 6 del evangelio según Mateo. Pero a esto, en realidad, no es a lo que voy. El asunto es que, leyendo las descripciones de los tipos, colores y cantos de las aves avistadas con sus prismáticos durante un viaje a través de Europa oriental, me distraje y caí en cuenta que hace mucho tiempo -no sabría decir cuánto, aunque mucho-, que no he escuchado el trinar de un pájaro. Oigo a diario el ladrido de perros, y menos frecuentemente, el maullar de un gato, pero ni los aleteos ni el piar de un zorzal o, qué se yo, una paloma.
Los sonidos nos tocan; el oído capta y procesa las ondas sonoras que viajan a través del canal auditivo hacia el tímpano y las estructuras del oído medio, donde se amplifican y transmiten como vibraciones al oído interno en el que se transforman en señales nerviosas que son procesadas a nivel cerebral. Pero también los sonidos tocan y envuelven nuestra vida cotidiana y biografía, forman parte de nuestro sentido de orientación en el tiempo y en el espacio, de nuestros recuerdos y de la identidad sonora, única de cada uno y una de nosotras.
Desde incluso antes de nacer y hasta que morimos, habitamos un entorno o paisaje sonoro. Las y los bebés escuchan las voces de quien les cuida y producen en su respuesta vocalizaciones, como el balbuceo y los juegos vocales; asimismo, duermen con canciones de cuna o se apaciguan con un “shhh” repetitivo mientras se les sostiene en brazos.
En el colegio, niños y niñas salen y regresan de sus salas de clases una vez que suena el timbre, almuerzan en el casino bajo el coro de murmullos, risas y golpecillos de los cubiertos, y escuchan su respiración y el latir de su corazón agitado en la clase de gimnasia. De adolescentes, buscábamos el mar y su cadencia espumosa, testigo de la noche, del fuego y los besos envueltos de una guitarra hábilmente interpretada para hacer cantar el cancionero popular del momento.
En los trayectos por la ciudad, en los audífonos, escuchamos a Soda Stereo, Virus, Café Tacvba, Silvio Rodríguez, Los Prisioneros, Sting, Madonna, Cyndi Lauper, Alice in Chains, Elvis, Amy Winehouse, Ana Gabriel, Queen, Eddie Vedder... El rugido de la estación de metro y un arpa que lo resiste con melodías que sí, que estoy segura, pero no las recuerdo. La ducha, la cadena del baño, el agua hirviendo, la cafetera, un portazo, los autos que pasan y sus bocinas. El tinnitus, el vecino taladrando, las teclas del computador, el violín de mi hija, con el que practicaba una y otra vez. Y también los gritos, “ayuda”, el ruido, las sirenas, una copa arrojada al piso, el pip pip pip de los monitores de los signos vitales.
Hace más de 40 años, Murray Shafer, compositor y escritor canadiense, acuñó el término soundscape, para referirse al entorno sonoro -todos los sonidos que nos rodean, incluida la música-. En su libro “The soundscape: our Sonic Environment and the Tuning of the World”, publicado en 1977, Shafer nos alerta sobre el cambio del paisaje sonoro y un mundo que nos aloja con un entorno acústico radicalmente diferente; nuevos sonidos, que difieren en calidad e intensidad a los del pasado, más numerosos y presentes en todos los rincones de nuestra vida cotidiana, asociados al crecimiento urbano y tecnológico, y que, varios estudios han mostrado en asociación con reducción del bienestar en general y, en particular, determinantes de problemas de salud y de salud mental.
Pero, no sólo se suman nuevos sonidos, sino también se extinguen otros: aquellos que se van con los objetos que lo producían. ¿Cuándo fue que escucharon por última vez un “chancho eléctrico”, si es que alguna vez lo hicieron?-, el de la lluvia fuerte golpeando las tejas, o nuestras voces en el pasado o la de nuestros deudos. Como reflexiona Annie Ernaux en Memoria de chica: “La veo, no la oigo. No existe ninguna grabación de mi voz en 1958 y la memoria transcribe en forma muda las palabras pronunciadas por uno mismo. Imposible decir si conservaba las entonaciones arrastradas de los normandos, ese acento heredado de todos mis antepasados y del que no obstante creía haberme zafado”.
Y también hay sonidos depredadores de su animal favorito: el silencio. Más que la ausencia de sonido, el silencio configura un tiempo y un espacio, la mayoría de las veces asociado a la quietud y a la introspección. Paradójicamente, nos da la oportunidad de escucharnos y de orientar la percepción activa, dirigida y focalizada hacia los sonidos, a los de nuestros pensamientos, de nuestro cuerpo y a los recuerdos, e igualmente importante, nos permite prestar atención crítica al presente de nuestro paisaje sonoro con lo que permanece, ha cambiado, y aquello que ya no está.
*Psicóloga, Ph.D. Directora de la Escuela de Psicología Universidad Diego Portales.