La COP25 es una gran oportunidad para la ciencia chilena. Para fortalecerla y visibilizarla, pero también y, tal vez sobre todo, para abrirla. Si hay algo que ha demostrado la crisis planetaria en la que nos encontramos, es que la "ciencia" –aquel modo de producción de conocimiento que nace en el siglo XVII junto con el racionalismo ilustrado– no es suficiente para afrontar los desafíos que tenemos entre manos. No nos podemos olvidar que las causas del cambio climático, la intervención antrópica sostenida e irreversible sobre los sistemas terrestres, son inseparables del avance tecnocientífico y de su promesa de desarrollo a través del dominio de la naturaleza.
La ciencia, dicho de otro modo, es parte de una construcción de mundo que hoy tenemos que revisar si queremos imaginar futuros más sostenibles. No se trata de desechar el conocimiento científico, que ciertamente ha traído capacidades de medición, análisis e intervención que han sido fundamentales para entender y mitigar el cambio climático. Se trata más bien de aceptar los límites de su acción, y que ésta no es, no puede ser, la única forma de conocimiento para hacernos cargo de la crisis que nos aqueja.
La COP25 tiene que ser un aliciente para expandir la noción de "ciencia" en al menos tres dirección. Primero, incentivando un debate científico sobre el cambio climático que sea realmente interdisciplinar. El impulso por cuantificar, medir y pronosticar hizo que las ciencias naturales y las ingenierías monopolizaron los espacios de discusión. Ayudó que el foco estuviese en el "cambio climático" como fenómeno bioquímico y no en el "cambio global", o los procesos heterogéneos que han afectado los límites planetarios.
Hoy, sin embargo, sabemos que las disrupciones en los sistemas terrestres se explican por formas de organización social y modos de representación cultural que no pueden ser explicados –ni menos intervenidos– sin integrar de manera sustantiva tanto a las ciencias sociales como a las artes y las humanidades. Atrás quedó el tiempo en que las "ciencias duras" podían ser, en el mejor de los casos, complementadas por las "blandas". Ante el desafío de la transición hacia modelos de vida más sustentables y hacia una definición de naturaleza en la que ésta ya no sea vista como un "recurso" a nuestra libre disposición, necesitamos un diálogo científico amplio y en igualdad de condiciones.
En segundo lugar, la discusión científica debe ser capaz de abrirse a teorías, métodos, conceptualizaciones y evidencias que vengan de espacios no-científicos. Los saberes locales, comunitarios y ancestrales deben ser integrados como conocimientos válidos. No se trata de impugnar ni mucho menos de reemplazar el conocimiento científico acumulado, sino más bien de asumir una posición de humildad ante la complejidad de la crisis ecológica. El trabajo colaborativo con las personas y comunidades que experimentan directamente el cambio climático y que han articulado modos tan efectivos como sistemáticos de conocer, calcular y mitigar sus efectos, no solo puede enriquecer nuestras preguntas, puede también crear otras nuevas.
Las ciencias ya no está en condición de mantener las añejas demarcaciones entre unos (científicos) que saben y otros (aquellos y aquellas que no producen conocimiento a través del método científico) condenados a ser siempre los pupilos de los primeros. En el Centro de Investigación para la Gestión Integrada del Riesgo de Desastres (CIGIDEN), hemos identificado por ejemplo, que las intervenciones que realizan los pueblos originarios en base a sus prácticas y conocimientos sobre cuestiones que desde las ciencias, llamaríamos de mitigación y resiliencia, no solo son altamente efectivas sino que además plantean categorías analíticas no consideradas por la ciencia convencional.
Por último, las ciencias del tipo que sean, requieren entender que sus ideas deben tener sentido en audiencias variadas y no solo dentro de los confines de la academia y la universidad. Los cambios que exige la situación climática nos empuja a crear alianzas entre las ciencias, las comunidades, las políticas públicas y las empresas, alianzas que son imposibles si los científicos y científicas mantenemos nuestra autorreferencia. El desafío no está en "simplificar" el lenguaje, como si el problema fuese pedagógico; la cuestión reside en la posibilidad de crear espacios de reflexión y acción donde distintos lenguajes y narrativas se encuentren y nutran.
Necesitamos formas de comunicar el cambio climático que no se remitan a describir, sino que también busquen urdir alternativas éticas y prácticas. Este es un desafío crucial para las ciencias: entender que el relato que hemos ensamblado no solo es hermético y excesivamente técnico, sino que además ha resaltado la emergencia y la crisis por sobre la esperanza y el cambio. Necesitamos historias climáticas que identifiquen las urgencias y los problemas, pero que al mismo tiempo, abran espacios para la imaginación, la transformación y el optimismo.