Crisis social en Chile: "De la euforia a la tristeza"
Estas cuatro semanas se pueden analizar de mil maneras. Son complejas y dan para sendos análisis sobre un país quebrado. Al conversar con las personas sobre la crisis social chilena aparecen, sin duda, una serie infinita de emociones y sentimientos. Me referiré en esta columna a la tristeza.
Soy psicólogo y psicoterapeuta, eso a pesar de que en la última década me he focalizado más en las comunidades, los territorios, la participación de las personas para la construcción de mejoras en su entorno, la educación, y la comunicación. Hoy vivimos en tiempos difíciles o quizás nos dimos cuenta de que estábamos viviendo en una disociación continua de la realidad, un alejamiento del sufrimiento, la ira y la negligencia de la mayoría.
En esta explosión de la normalidad, pensábamos que a nadie le importaba, que el consumismo individualista nos tenía a todos atrapados y satisfechos en el acceso a bienes y servicios, y muy lejos de la preocupación por el otro. Pero hoy nos encontramos en un momento de trauma, de tristeza, de emociones encontradas, de duelo, con la cotidianidad de lo predecible rota.
Se nos vino un terremoto social de proporciones que es difícil de dimensionar, lleno de incertidumbre. Nos levantamos sabiendo que vivimos en mundos paralelos, que la desigualdad al descubierto nos interpela, nos distrae de aquello que era familiar. La continua cobertura, la sensación de comezón en la garganta, las imágenes de un Chile que no parece salir de sus duelos históricos, nos dejan a un hilo del desastre individual, de la discusión con la pareja, del quiebre de la buena onda en grupos de amigos, colegas, o ex compañeros de curso, y de la duda existencial acerca del significado de nuestras vidas.
Estamos tristes, salimos a la calle, o nos escondemos, si es que podemos, en algún lugar de nuestros hogares. Si es que los tenemos, buscamos refugio pero aún así nos despertamos sobresaltados. Estamos haciendo el duelo de lo perdido y de lo que podemos perder, nos preocupamos de hijos e hijas en la calle, o salimos a ella a maravillarnos de la creatividad de la desesperación, y también nos llenamos de tristeza frente la ignominia y la violencia de funcionarios del Estado que "hacen su trabajo" lanzando perdigones o golpeando en el nombre del orden público. En esta nueva normalidad, la desigualdad se nos planta frente de nuestros ojos. Algunos lloramos, después nos reímos con un meme, o sentimos completa empatía o simple desdén con el encapuchado.
Estamos angustiados y debemos aceptarlo. No hay mezcla de bicarbonato o limón que se pueda hacer cargo de la tristeza que a veces se transforma en ira o intenta disociarnos para solo ver con lentes antiguos lo que necesita nuevas formas de escuchar. Nos sentimos solos a veces, pero después es posible sentirnos parte de una gran comunidad de gente herida. Cada uno a su manera intenta seguir adelante.
Pero existe también la "locura" de la disociación, del que quiere recuperar la normalidad de un Chile que ya no es el mismo, o la tremenda desesperanza de aquellos más privilegiados que creían que todo iba bien, que bastaban algunos ajustes. No bastan, pero insisten.
Estamos tristes aquellos que nuestras memorias sumergidas de tiempos dictatoriales, nos retrotraen al trauma de los eventos del 73', pero también al trauma del silencio. La pena se sale por todos lados, a algunos les da miedo y se angustian. Para otros, salir a la calle y dar voz a lo que sienten y apoyar el movimiento social, se hace imprescindible para elaborar el duelo. Los duelos no se resuelven en una línea recta o una curva sinuosa, los duelos son imprecisos, cambiantes, tienen idas y venidas.
¿Qué hacer con nuestras emociones desbocadas del régimen de la normalidad? Si estuviéramos todos en una sesión de psicoterapia, diría que hay que recorrer ese mar de tristeza, darle una buena mirada, ser testigo de ella. No se trata de resolverla con un par de ideas. Hay que invitarla a conversar con nosotros. A escucharle sus distintas dimensiones. Tenemos que abrazarla con cierta paciencia como cuando uno mece un bebé. Tenemos que dejar que la tristeza se exprese como cuando aceptamos una pataleta de nuestra hija de tres años que grita queriendo un dulce antes del almuerzo. Nuestra tristeza se puede estabilizar y tomar rumbos "escritos" como cuando un escolar hace caso a las reglas. También puede que se desboque, nos haga la ley del hielo, o que se revele como un adolescente.
Nuestras turbulentas emociones hacen sentido en un momento de ebullición social en que la incertidumbre prevalece. Continuar el día como si fuera simplemente parte de la cotidianeidad puede parecer una buena alternativa. Sin embargo, la expresión de estas emociones, el recorrerlas con cariño y apreciación puede ser lo más sano. Debemos honrar estas emociones, compartirlas con aquellos que confiamos.
La intuitiva sensación de no dar abasto es correcta. La rabia contenida necesita un espacio. No nos queda más que darle cabida a ese malestar que ya estaba presente pero que no tenía espacio. Necesitaremos tener paciencia con esta turbulenta forma de expresarse que tienen las emociones, cuando se rompe la normalidad del privilegio. Estos sentimientos nos permitirán empatizar mejor con aquellos para los cuales la normalidad no era más que una ficción. La inseguridad e incertidumbre en el territorio Mapuche o en la población dominada por los narcos, es ahora nuestra incertidumbre. Nos hemos unido a aquellos que no tenían el privilegio de la certidumbre. En una nueva normalidad, nuestras emociones son un buen termómetro y aliado.
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